Dolia Estévez
Washington, D.C.—Después de siete dramáticos días, en los que México
estuvo al borde del abismo, el gobierno de López Obrador aceptó
desplegar 6 mil efectivos de la Guardia Nacional en la frontera con
Guatemala y acelerar la instrumentación del programa “Quédate en México”
para combatir los flujos migratorios. A cambio, Trump retiró su amenaza
de imponer aranceles punitivos a todas la exportaciones mexicanas a
partir de ayer lunes.
El pacto se alcanzó al cabo de una maratónica reunión de casi 12
horas el viernes, en el séptimo piso del Departamento de Estado donde se
ubican las oficinas del encargado de la diplomacia del país más
poderoso del mundo. Precedida por Marcelo Ebrard, y con el apoyo de
Martha Bárcena y personal especializado de la Embajada de México, la
delegación llegó a las 8:55 de la mañana confiada en que no se
prolongaría más allá del almuerzo. Era el tercer día consecutivo de
negociaciones en las que, según Ebrard, se había avanzado.
Al llegar, antes de ingresar a la sala de acuerdos, fueron despojados
de celulares, laptops y aparatos electrónicos presuntamente para evitar
grabaciones secretas. Esto forzó a Ebrard a tener que salir cada vez
que tenía que llamar a AMLO.
Fuentes estadounidenses y mexicanas consultadas que pidieron no ser
identificadas dijeron que zanjar diferencias probó ser mucho más
complicado. Describieron la negociación de “dura” y “dificilísima”. Sin
laptops y celulares, los mexicanos tuvieron que hacer uso de documentos,
escritos y datos memorizados para sacar adelante la insólita
negociación.
Los negociadores estadounidenses–Pat Cipollone, consejero jurídico de
Trump, John Creamer, encargado de negocios en México, James McCament,
número dos del Departamento de Seguridad Interna y el Embajador Michael
McKinley, asesor del Secretario de Estado–iban decididos a exprimir a
Ebrard para forzarlo a suscribir un tratado permanente de “tercer país
seguro”.
El ambiente en el salón era tenso. Hubo un momento en que ambos lados
pensaron que la negociación iba a colapsarse y que no habría acuerdo.
Pero los estadounidenses temieron que si la tronaban corrían el riesgo
de hacerle un daño irreparable a la relación. Se dieron cuenta que
Ebrard no iba a dar su brazo a torcer. Al menos no esta vez. Recularon.
Aceptaron la contrapropuesta mexicana de ampliar el programa “Quédate en
México” bajo la condición de que si en 90 días no logran reducir
drásticamente los flujos migratorios, el “tercer país seguro” regresa a
la mesa.
Luego vino el reto de buscar un “equilibrio” en la redacción de la
declaración conjunta entre los cuatro puntos acordados–Guardia Nacional,
Quédate en México, plazo de 90 días y desarrollo regional. Estados
Unidos se oponía a incluir el desarrollo económico en Centroamérica–tema
prioritario para AMLO–como una de las metas. Terminó cediendo pero sólo
si se planteaba como reiteración de lo acordado en la declaración de
diciembre de 2018 que, hasta ahora, es letra muerta.
Ebrard estuvo en consulta permanente con López Obrado a pesar de que
le quitaron el celular. Los estadounidenses hicieron lo propio con
asesores de Trump en la Casa Blanca y con el Secretario de Estado Mike
Pompeo, quien aparentemente llegó hacia el final y conversó a solas con
el Canciller mexicano.
Alrededor de las 6:30 pm, la Oficina del Hemisferio Occidental del
Departamento de Estado, a cargo de la relación cotidiana con México, se
compadeció de los hambrientos mexicanos. Compraron sándwiches y
ensaladas en la cafetería de la planta baja y se los llevaron al piso
siete. Hasta ese momento habían comido sólo galletas y cacahuates de las
maquinas en los pasillos.
Imposible descartar que el despojo de celulares y las 12 horas de
encierro en las que estuvieron incomunicados y sin comer, haya sido
parte de la estrategia de máxima presión contra Ebrard y su equipo.
Mientras, afuera, en la entrada diplomática sobre la Calle C, un
nutrido grupo de reporteros, camarógrafos y fotógrafos nos habíamos
congregado desde las 9 de la mañana para el proverbial “stakeout”.
Transcurrían las horas sin saber qué estaba pasando adentro. La
seguridad no nos dejó entrar ni para usar el baño. Se negaron a ponernos
escolta. Pocos quisimos movernos de la pequeña área acordonada a la que
nos confinaron por si salía Ebrard. Un alma caritativa nos mandó una
buena dosis de cacahuates y nueces. Personal de la Embajada de México
secundó el gesto con botanas.
La luz llegó cuando empezaba a oscurecer. A las 8:31 de la noche,
Trump anunció ufano que había acuerdo y suspendía “indefinidamente” la
amenaza arancelaria. Minutos después Ebrard salió de su cautiverio para
confirmarlo. Dijo que era un acuerdo “equilibrado” que neutralizó
“propuestas y medidas más drásticas”. Y que el despliegue de la Guardia
Nacional y “Quédate en México” eran políticas que ya estaban en curso.
Se congratuló de haber logrado desactivar una bomba de tiempo con el
potencial de hacer añicos a la economía mexicana y partes de la
estadounidense.
La mano dura de Trump funcionó. Una opción distinta hubiera sido no
aceptar negociar con la pistola en la sien. México es un país soberano
no el patio trasero de Trump. Pero las instrucciones de AMLO para Ebrard
eran otras. “Hablar quedito”. “Sin balandronadas”. “Amor y paz”. Queda
la duda de si el “berrinche” de Trump, como lo llamó Nancy Pelosi, fue
sólo “bluff”. Lo sabremos si y cuando México se atreva a poner a prueba
al bully del vecindario.
México cumplió los dos objetivos mínimos que se fijó cuando Ebrard
voló de emergencia a Washington: evitar la imposición de aranceles y
rechazar un acuerdo de “tercer país seguro”. Más que victoria fue un
profundo alivio. El gobierno de México hizo lo que creyó más conveniente
para los intereses nacionales. Negoció de buena fe. Estados Unidos no.
México logró lo menos peor.
Twitter: @DoliaEstevez
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