AMLO Presidente
¿Qué es narcotráfico? El vox populi a menudo responde a botepronto:
tráfico de drogas. Algunos científicos sociales acostumbran decir que
tal definición es empíricamente cierta pero científicamente falsa. Yo
argüiría que es redondamente falsa. Ni siquiera un observador amateur
podría ignorar que el narcotráfico en México tiene tantas aristas,
dimensiones y esferas de influencia que incluso es difícil distinguirlo
de un gobierno, un ejército o una empresa. En este sentido, tal
tentativa de definición es apenas la descripción de una de las múltiples
funciones que engloba “narcotráfico”.
El narcotráfico cobra
impuestos o derecho de piso, efectúa tareas de contrainsurgencia o
represión, ensaya estrategias de comunicación con el público, entrena o
recluta comandos militares de élite, conquista territorios por la
fuerza, delimita fronteras militarmente, genera fuentes de empleo,
invierte en obras públicas tales como carreteras, escuelas e iglesias,
desarrolla proyectos turísticos e infraestructurales, diversifica el
mercado legal e ilegal, agrupa en su órbita a las Pymes del crimen
común, regula relaciones sociales en las comunidades, coopta poblaciones
jóvenes, pobres y desocupadas, desempeña funciones de arbitraje en la
resolución de conflictos en los barrios, define contenidos editoriales
de la prensa, blanquea o lava sumas ingentes de dinero, teje alianzas
con la clase gobernante, financia campañas políticas etc. Y, por último,
trafica droga.
La opinión comúnmente compartida es que “los
políticos corruptos imitan a la mafia”. Pero ¿acaso el ejemplo mexicano
no sugiere que el orden de los factores es a la inversa, y que los
narcotraficantes emulan el comportamiento político del Estado y sus
representantes?
Efectivamente, el inventario de rutinas arriba
citadas, y de las cuales hemos sido testigos todos los mexicanos,
particularmente en los últimos 12 años, perfilan o constituyen
comportamientos típicamente políticos. Esto significa que el
narcotráfico no es únicamente drogas y economía ilegal, sino también, y
acaso señaladamente, política y Estado.
Diversas organizaciones
civiles en México coinciden en señalar que es realmente difícil
establecer los contornos de la delincuencia y el Estado; o, en su
defecto, que tal separación demanda rigor quirúrgico. Y aciertan. La
razón es que el narcotráfico es una problemática que implica, desde sus
orígenes, fuertes conexiones con el aparato estatal y sus instituciones.
Tal conexión alcanzó en México un grado de desarrollo y evolución
posiblemente inédito en el mundo. Cómo llegamos a esta encrucijada, es
quizá la pregunta que deberíamos formular y responder los mexicanos.
Pero ese objetivo rebasa las dimensiones y aspiraciones de este breve
ejercicio de reflexión.
Ahora bien, lo políticamente sustantivo
de este análisis es identificar cómo la naturaleza política del
narcotráfico se desdobla e impacta en las estructuras del Estado, porque
sólo así estaremos facultados para valorar las acciones de gobierno y
enarbolar propuestas sobre la materia. La caracterización del
narcotráfico que pretendo hacer en este análisis aspira a exhibir el
carácter político de ese actor –a menudo ignorado por las corrientes de
opinión dominantes–, y cómo tal carácter, en los hechos, reviste fines
estatalistas. Para tal efecto, es necesario puntualizar qué entendemos
por “comportamiento político” e “indicador de estatalidad”. Y acudo a
una ilustración básica, no sin ignorar el riesgo que involucra aislar
objetos en el caso de un análisis que versa sobre fenómenos sociales: la
lógica de costo-beneficio o maximización de ganancia es una
consideración económica, y por consiguiente un indicador de mercado; la
conquista militar de un territorio y el control de esa territorialidad
mediante la delimitación de fronteras es un comportamiento político, y
por consiguiente un indicador de Estado. Si bien es cierto que el
narcotráfico engloba las dos dimensiones antes referidas, el propósito
de esta reflexión es distinguir y caracterizar la segunda de ellas: la
política y estatalista.
Está casi universalmente aceptado que
un Estado nacional tiene por lo menos cuatro atributos: a saber,
territorio, coerción, monopolio y legitimidad. La hipótesis que planteo
es que el narcotráfico aglutina en su órbita tales ámbitos funcionales
del aparato estatal en vinculación con las instituciones formales del
Estado. Esto significa que, para arrancar al narcotráfico de las
estructuras gubernativas, es necesario arrancar un “pedazo” de Estado, y
más específicamente, un pedazo del Estado conservador. Alguien, en
algún lugar escribió, que el error de AMLO, en relación con el
presupuesto, había sido que, allí donde tenía que cortar con bisturí, el
gobierno de la 4T pasó el machete. Considero que esta accidentada
metodología de recortar presupuestos podría extrapolarse –acá sí
legítimamente– al ámbito de la delincuencia organizada: decomisar
resueltamente al actor narco los ámbitos funcionales del aparato estatal
que, en coadyuvancia con el régimen conservador, regenteó durante
tantos años.
Por ahora, interésanos identificar esos ámbitos
funcionales en los que el narcotráfico emula comportamientos políticos,
acaso como parte del Estado organizado.
Monopolio. El
narcotráfico es monopólico. Existen casos en los que un territorio o
plaza es “habitado” por dos cárteles; por ejemplo, Veracruz (Los Zetas;
Cártel de Jalisco Nueva Generación). Pero esa cohabitación es hostil.
Cuando CJNG penetró en la entidad veracruzana, los reporteros de la
región advirtieron: “vinieron por todas las canicas”. Esto significa que
el narcotráfico es inherentemente monopólico, y que la coexistencia de
dos o más cárteles es apenas un estadio inferior en el proceso de
dominio hegemónico de uno sobre los otros. Los episodios de violencia
desbordada que hemos observado en las diferentes geografías de México
responden a las guerras predatorias que libran los cárteles del
narcotráfico –prohijados por el blindaje institucional del poder
político local– con el objetivo de conquistar exitosa, efectiva y
monopólicamente un territorio, e instalar un centro de poder único sobre
alguna demarcación territorial que, no casualmente, corresponde con las
unidades administrativas del país (estados o municipios). La gente
acostumbra llamar a este proceso “disputa por la plaza”.
Territorialidad.
El narcotráfico es territorial. Tras la conquista del territorio por la
guerra, y el sometimiento del adversario, el cártel vencedor coopta o
aniquila los remanentes del cártel rival. Posteriormente, establece un
rígido control de la “plaza” a través de los agentes que más proximidad
tienen con el territorio: policías, agentes de tránsito, elementos de
las fuerzas armadas, taxistas. El cártel del narcotráfico engrosa este
destacamento de ocupación con Halcones –jóvenes vigilantes que viajan en
motonetas–, Estacas o sicarios –que por lo general son expolicías o
exmilitares que ejecutan operativos de carácter militar– y escuadrones
de muerte. En algunos estados como Veracruz, Guerrero o Tamaulipas es
común encontrar retenes irregulares custodiados por personal del cártel
fuertemente armados: delimitan el área de influencia –las fronteras–
sobre las que ejerce soberanía la organización. Dentro de ese
territorio, no se admiten adherencias o simpatías por otro grupo
criminal. Cabe hacer notar que el objetivo central del narcotráfico es
el control de territorios, ya que tal ejercicio de poder territorial es
mucho más rentable que el tráfico de droga: permite dictar las leyes que
rigen en un lugar.
Coerción: El narcotráfico es
coercitivo. Es la violencia que dota de estabilidad a la victoria tras
la guerra. Coerción es lealtad por la fuerza. Y esta violencia sostenida
se expresa especialmente en modalidad de extorsión. Está documentado
que en los 32 estados de la república el narcotráfico cobra una cuota o
“impuesto” a los pequeños y medianos comercios, y el “derecho de piso” a
los negocios clandestinos, informales o de giros negros. El
incumplimiento del pago se traduce en cierre del emprendimiento o la
muerte del dueño o algún empleado. Al igual que el juego extorsivo que
caracterizó al Estado en sus orígenes, el narcotráfico ofrece protección
o seguridad a cambio de una tributación. Lo mismo ocurre con los
periodistas: el cártel que gobierna la plaza riega dineros entre la
prensa local a cambio de lealtad. La deslealtad es castigada letalmente.
En no pocos casos, ni siquiera compra las voluntades editoriales: tan
sólo endosa la amenaza de muerte a aquellos periodistas que no se
apeguen a su política de información. La extorsión también comparece en
los dominios políticos. Cuando un aspirante a cargo de elección popular
visita una comunidad, el narcotráfico acostumbra secuestrar las unidades
vehiculares en las que se transporta el candidato y su círculo de
trabajo, incluidos reporteros y personal de prensa. Se trata de un
secuestro exprés que consiste en concertar ex profeso una entrevista
entre el jefe narco de la “plaza” y el candidato en cuestión, con el
propósito de acordar a priori la “agenda de cooperación” entre el futuro
funcionario y la organización criminal. Esto ocurre rutinariamente en
varios estados del país. Y los desencuentros se pagan con sangre. Tan
sólo recuérdese el proceso electoral de 2018, que dejó un saldo de 523
políticos y funcionarios asesinados, de los cuales 48 eran candidatos a
puestos de elección popular ( https://bit.ly/2zoA0sY ).
Legitimidad.
El narcotráfico busca legitimidad. Como cualquier otro centro de poder y
autoridad, el narco combina los recursos de la coacción y el consenso.
Si bien los cárteles del narcotráfico en México han desarrollado sus
propios medios de comunicación, lo cierto es que, en algunos estados
como Veracruz, estas organizaciones han acudido a la prensa establecida
para controlar la información que circula, y con ello conquistar
simpatías entre el público a través de estrategias de comunicación que
combinan la divulgación de éxitos programáticos (e.g. seguridad) y la
censura de hechos o acciones socialmente inconfesables. También, innovan
en materia de recursos comunicacionales; por ejemplo, las narcomantas
. Reproduzco el pronunciamiento, a mi juicio emblemático, de aquella
manta que dejó el CJNG al lado de los 35 cadáveres que, en 2011, arrojó
en una avenida neurálgica de Boca del Río, y que da cuenta fielmente de
ese interés de ganar legitimidad, y que es un atributo político que
distingue a los cárteles: “No más extorsiones, no más muertes de ¡gente
inocente! (sic) […] zetas del estado de Veracruz aún faltan más
ministerios públicos […] Esto les pasará o como los que hemos matado a
balazos (sic). Al pueblo veracruzano no se dejen extorsionar, no paguen
más cuotas. Si lo hacen es porque quieren. esta gente es lo único que
saben hacer […] Esto les va pasar a todos los zetamierdas (sic) que sigan en Veracruz la plaza ya tiene nuevo dueño”.
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