Rosa Miriam Elizalde
La Jornada
El anticomunismo surfea en la cresta de la ola de los debates que han acompañado la miniserie Chernobyl,
de HBO. Muchos de los que se han apurado en llamarla la mejor
producción televisiva de todos los tiempos, han reducido sus
indiscutibles valores artísticos a una lectura utilitaria y simplista
que no se permite otro punto de vista que el de introducir en la
izquierda un sentimiento de culpa de dimensión universal.
Sin embargo, la historia de la tragedia de Chernobyl tiene otros
capítulos que han quedado fuera de la serie y que trascienden el
accidente nuclear, el juicio a los burócratas soviéticos que coartaron
la información de los hechos y el suicido del científico Valeri Legásov,
director del Instituto Kurchatov de Energía Atómica y uno de los que
dirigió la operación de control de daños, héroe trágico de la exitosa
producción de HBO.
Craig Mazin, el guionista, no esconde su admiración por quienes se
encargaron, muchos a costa de sus propias vidas, de neutralizar en la
medida de lo posible las consecuencias de la explosión atómica.
Bomberos, mineros, obreros de la construcción, soldados y simples
funcionarios, realizaron trabajos en condiciones de exposición
radiológica extrema. Los
liquidadores–como se les llamó– no fueron una horda de pobres diablos. Una turba de ignorantes no sirve en un accidente tan complejo. La mayoría eran físicos nucleares, geólogos, mineros del uranio con experiencia en la manipulación de estas sustancias, que sabían perfectamente a lo que se exponían. Hasta el día de hoy, colectivos que agrupan a los
liquidadoressupervivientes en Ucrania, Biolorrusia y Rusia, muestran su orgullo por haber realizado una tarea colosal que ha salvado y sigue salvando vidas.
Hay otra historia del accidente sepultada durante décadas junto con
el reactor de Chernobyl. Las víctimas de las radiaciones, durante 21
años consecutivos, viajaron más de nueve mil kilómetros para curarse de
las terribles secuelas en una playa del Atlántico. Veintiseis mil 114
afectados, de ellos unos 23 mil niños, ocuparon las casas de Tarará, un
balneario de arenas blanquísimas a 27 kilómetros de la capital cubana,
donde está, según Ernest Hemingway,
el mejor embarcadero de La Habana.
Recibidos por Fidel Castro al pie de la escalerilla del avión, los
primeros pacientes iniciarían el 29 de marzo de 1990 el proyecto de
atención integral a niños afectados por desastres, que benefició también
a víctimas del terremoto de Armenia en 1988 y a brasileños que
manipularon una fuente radioactiva de Cesio 137 en la ciudad de
Goiâgnia, otro accidente nuclear que contaminó a cientos de personas en
1987, un año después de Chernobyl y del cual no se habla.
Cuba fue el único país que respondió al llamado del gobierno de
Ucrania para atender a las víctimas del reactor con un programa de salud
masivo y gratuito, que incluyó no sólo los servicios médicos y el
seguimiento a cada caso hasta su recuperación final, sino la atención
sicológica y docente. Además de hospitales, en Tarará se crearon aulas y
centros de recreación para aquellos niños que necesitaban estancias
prolongadas y que viajaron a la isla con familiares y maestros.
Los efectos de la radioactividad de Chernobyl se prolongaron por más
tiempo que las bombas que lanzó el gobierno de Estados Unidos en Japón
durante la Segunda Guerra Mundial, pero su mortalidad fue mucho más
reducida gracias a los
liquidadoresy al sistema de salud cubano. Aunque no hay cifras concluyentes, expertos de Naciones Unidas han evaluado que unas cuatro mil personas murieron como consecuencia del accidente nuclear frente a 246 mil muertes en Hiroshima y Nagasaki, 20 por ciento a consecuencia de lesiones o envenenamiento por radiación.
En la actualidad no se ha detectado un aumento significativo de
leucemia en la población de las zonas contaminadas en las ex repúblicas
soviéticas. La razón parece responder al hecho de que ucranianos,
bielorrusos y rusos se beneficiaron de los primeros ensayos clínicos con
las vacunas contra el cáncer creadas por científicos cubanos, y
también, de tratamientos pioneros en el mundo para combatir la leucemia y
la despigmentación de la piel. Los mejores científicos y los pediatras
más renombrados atendieron a aquellos niños que necesitaron de una
legión de traductores para cumplir los programas médicos y aliviar el
terror de las familias. No sin costo para Cuba. El proyecto Tarará se
mantuvo contra viento y marea incluso durante la terrible década 90 del
siglo pasado, cuando el país caribeño vivió la peor crisis económica que
se recuerde, tras el derrumbe de la Unión Soviética y el endurecimiento
de las sanciones de Washington, que oportunistamente apretó el cerco
para rendir a la isla rebelde.
La mayoría de los niños que llegaron a Tarará regresaron sanos a su
país, pero Alexander Savchenko se quedó viviendo en la isla. Totalmente
curado, estudió estomatología, se casó y tiene una niña mitad cubana,
mitad ucraniana. Si usted mira ahora mismo en su muro de Facebook, verá
que su último post es una noticia reciente: “50 niños ucranianos serán
atendidos en Cuba, como parte de un nuevo programa de cooperación
inspirado en el programa ‘niños de Chernobyl’”.
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