Pedro Miguel
La Jornada
El ministerio
británico del Interior dio ayer su visto bueno a la extradición de
Julian Assange a Estados Unidos y ahora la última palabra la tiene un
tribunal que debe sesionar hoy. No hay mucho margen para esperar que esa
instancia escuche los exhortos para que se libere al australiano que
han formulado el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de la
Organización de las Naciones Unidas y múltiples organizaciones sociales
en pro de los derechos humanos y la libertad de expresión. Como se ha
visto desde febrero de 2011, el sistema judicial del Reino Unido está
totalmente alineado en los planes del gobierno estadunidense, como lo
han estado durante este tiempo las autoridades de Estocolmo.
Una vez interrumpida la solitaria solidaridad ecuatoriana por la
traición de Lenín Moreno a toda la gestión de su antecesor, en la que se
inscribía la protección diplomática al fundador de Wikileaks,
sólo una movilización de la sociedad británica podría impedir que
Londres lo entregara al gobierno de Washington. Pero previsiblemente esa
movilización no ocurrirá y todo hace pensar que Assange será enviado a
Estados Unidos, donde el Departamento de Justicia le ha fincado 17
delitos, varios de ellos, graves, como espionaje, que podrían llevar a
una condena de cadena perpetua.
Si no hubo en Gran Bretaña una condena social contundente a las
violaciones a los derechos de Assange, menos cabría esperar que la
hubiera en el país vecino del norte, donde las paranoias de la seguridad
nacional tienen una raigambre más acendrada y donde, por ende, ha
resultado fácil confundir a grandes sectores de la opinión pública con
la falsa noción de que Wikileaks y su fundador son una suerte de
agentes extranjerosperniciosos para la seguridad de la nación.
El panorama mediático estadunidense, al menos en lo que se refiere a los medios del llamado mainstream,
no serían, en principio, más favorables para la defensa del
australiano. La difusión de los materiales que documentan crímenes de
guerra en Irak y Afganistán, a mediados de 2010, dejaron en muchos
directores y editores estadunidenses una sensación de despecho por lo
que era el mayor golpe periodístico de la década. Unos meses después, la
entrega de los
cables del Departamento de Estadoa The New York Times –y a otros cuatro medios de otros países– obligó al rotativo neoyorquino a tragarse su orgullo y a colaborar con Wikileaks.
Pero esas publicaciones operaron con una sospechosa parsimonia, que
especularon con los documentos y que vieron antes que nada por la
preservación de sus intereses corporativos. De esa forma, Wikileaks
y su fundador decidieron redistribuir los cables en forma segmentada
por naciones entre muchos medios independientes del mundo, de los que La Jornada fue el primero.
Ese episodio provocó una inocultable irritación en las redacciones de
los cinco medios. De pronto, sus páginas se llenaron de ataques a
Assange, algunos de ellos tan pueriles y poco serios como que el
fundador de Wikileaks evitaba el baño diario. La animadversión de The New York Times
fue rápidamente compartida por muchas otras empresas noticiosas. Ello
se explica no sólo por el patrioterismo implícito en la acusación de que
Wikileaks afectaba la seguridad nacional estadunidense, sino
también por un orgullo profesional maltrecho: les resultaba intolerable
que una pequeña organización de jóvenes, advenedizos en el periodismo,
estuvieran sacudiendo el planeta con una eficacia y un rigor jamás visto
hasta entonces. Y construyeron la noción despectiva de que Julian
Assange y sus compañeros no eran informadores sino informantes, un
despropósito que a la larga podría ser reciclado como argumento por los
fiscales en contra del australiano.
Pero hoy el panorama ha cambiado drásticamente por la guerra
declarada por Trump en contra de la generalidad de los medios de
comunicación de su país. En ese contexto, un juicio ganado por
Washington en contra de Assange sentaría un peligrosísimo precedente
para el desempeño de la tarea informativa en Estados Unidos y en el
mundo. Porque no hay diferencia alguna, a final de cuentas, entre los
actos por los que el Departamento de Estado quiere procesar al
australiano y lo que hacen día con día innumerables periodistas en todo
el orbe: obtener documentos confidenciales, verificarlos –tarea en la
que Wikileaks no ha tenido un solo yerro– y difundir su contenido.
Así pues, si los grandes medios noticiosos de Estados Unidos quieren
sobrevivir a la embestida trumpiana, tendrán que tomar partido entre el
presidente insolente y ominoso y el colega despreciado y en desgracia,
cuya figura representa, les guste o no, el mayor símbolo del derecho a
la verdad en la circunstancia presente. Más les valdría tragarse el
orgullo por segunda ocasión, informar verazmente a la opinión pública de
lo que está en juego y asumir un papel protagónico en defensa de
Assange y, por ende, de los derechos a la libre expresión y a la
información.Nada menos.
Twitter: @Navegaciones
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