4/29/2010

Arizona y la integración

Adolfo Sánchez Rebolledo

Contra las previsiones que vieron con optimismo la nueva colaboración con Estados Unidos, los escenarios de la frontera se complican a uno y otro lado, pues a la violencia en lugares como Ciudad Juárez (citado sólo como ejemplo paradigmático) se suma ahora la campaña racista emprendida por el gobierno de Arizona. Pareciera, en efecto, como si se tratara de crear una sucursal del infierno para los mexicanos –y centroamericanos– que intentan cruzar la línea atraídos por el imán de la aún primera economía global. Las bandas delincuenciales encargadas del trasiego de las drogas son también las responsables de la trata de personas y, en general, de los mayores y más violentos negocios ilícitos que ponen en riesgo la seguridad de las personas y la viabilidad económica y social de importantes ciudades y regiones fronterizas.

En rigor, leyes como la aprobada en Arizona son el intento desesperado de los sectores más conservadores de Estados Unidos para dar la espalda a una realidad incontrovertible que, por desgracia, se asume mal, a medias o bajo la óptica encubridora de la cuestión de la seguridad asociada al crimen organizado y al terrorismo: la presencia de millones de mexicanos en Estados Unidos es parte integral del fenómeno de la globalización que rige, condiciona los mecanismos de integración económica y social, así ésta se haya producido espontáneamente, al margen de las previsiones oficiales, más en función de la demanda del (sacrosanto) mercado, pero que hoy encuentra un punto de inflexión en la crisis productiva mexicana y en la prologanda recesión estadunidense.

Se dirá lo que se quiera, pero México carece de una estrategia racional para afrontar el tema de la migración en el largo plazo. Reacciona ante los acontecimientos. Sube el tono de las declaraciones. Protesta con razón al ver cómo se desprecian los derechos de los connacionales, pero el gobierno sabe también que una parte de la tarea que le corresponde hacer no se ha hecho. Es imposible diseñar una política migratoria coherente sin considerar la interdependencia y, por supuesto, la necesidad de crear polos de desarrollo en territorio nacional que eviten la conversión del país en un exportador de mano de obra a bajo precio. De eso, por desgracia, no se quiere hablar, aunque sea el gran problema subyacente en los temas del empleo y la violencia que hoy nos agobian. Si la situación se agrava, como ocurre ahora, saltan los capítulos recurrentes de la seguridad (en Estados Unidos) y la legalización (en México), sin duda vitales, pero se deja en un segundo plano la reflexión sobre qué se puede esperar en los planos laboral y humano cuando todo indica que las famosas asimetrías planteadas (pero no asumidas) al discutirse el TLC, lejos de disminuir los términos de la dependencia –a pesar de la importancia estratégica de las remesas– siguen creciendo los grandes abismos de desigualdad entre el norte y el sur, que, en definitiva, constituyen el imán permanente para las grandes corrientes del tercer mundo que asedian la fortaleza imperial estadunidense.

Es verdad que Estados Unidos requiere esa fuerza de trabajo barata para asegurarse en tiempos normales de bonanza los niveles de bienestar familiar que de otro modo le resultarían muy costosos, pero es obvio que en ambos países el asunto trasciende ese plano y, dada su magnitud y complejidad, debería estimular un ejercicio de comprensión para discernir cuál es el papel que las comunidades mexicanas deberían tener en la relación binacional, considerando que si bien una ley migratoria justa e integral es urgente para normalizar la situación jurídica de millones de ciudadanos hoy indocumentados, preservando sus derechos humanos, no hay que olvidar que México acepta la doble nacionalidad, lo cual, al menos teóricamente, crea reponsabilidades hasta cierto punto inéditas para los estados para garantizar la fluidez entre ambas sociedades, así como mejores formas de cooperación sustentadas en un clima de creciente confianza.

En sentido opuesto se despliega la pretensión de criminalizar a los indocumentados o de someter a sus comunidades a una ciudadanía de segunda categoría, sin reconocer, por otra parte, que las expresiones extremas de esta actitud excluyente se cristalizan como resultado de la traducción mecánica de todos los problemas sociales en una variante del tema de la seguridad que domina desde el ataque a las Torres Gemelas las estrategias fronterizas estadunidenses, aunque el presidente Obama no se sienta solidario con algunas. Es por ello que, al denunciar los ataques xenófobos y racistas, México tendría que poner en el primer plano una hipótesis sobre el futuro de las relaciones entre ambas naciones, es decir, una reflexión acerca de lo que se propone como nación en el contexto peculiar de la globalización (o lo que vaya quedando de ella tras los ajustes propiciados por la crisis).

Está de moda hablar de corresponsabilidad, mas eso significa poco o nada si no se concreta en propuestas que beneficien la cohesión social, la paulatina disminución de las inequidades que separan a la realidad de los dos países, sin renunciar a la soberanía nacional, como al parecer plantean algunos críticos a los que les gustaría, sencillamente, que Estados Unidos se tragara a México, como ya ocurrió con buena parte del territorio en el siglo XIX.

Sin duda se precisa otra visión de Estado, fundada en la igualdad que el derecho internacional postula, no en la actitud autoderogatoria de quien se siente socio menor y, por tanto, sujeto a la compasión de la gran potencia.

Pero lo que ya no es viable es seguir pensando que asuntos como el narcotráfico o el control fronterizo son básicamente temas policiacos, ajenos al modo como se vislumbra el desarrollo del país y sus regiones, sin reconocer que si bien las corrientes migratorias responden a numerosas causas, en nuestra situación su fortalecimiento es también prueba del fracaso de las políticas públicas que debían crear empleos, asegurar el desarrollo y fortalecer a la sociedad civil, rota a ojos vistas en distintos puntos de la geografía nacional.

Sin embargo, contra todo pronóstico, el gobierno de la República sigue en su discurso circular sin dar crédito a las voces que le piden prudencia, más acciones eficaces y menos partes de guerra. Se le reclama que, lejos de la palabrería y los discursos engallados sobre el honor y el valor de los funcionarios, se introduzca un mínimo de sensatez en torno a los dos graves asuntos que hoy nublan el panorama.

La proliferación de cifras, los autoelogios o las bravatas no cambiarán la percepción de una ciudadanía que sólo ve y padece el ascenso de formas de violencia inauditas por su crueldad y la caída incontenible de las condiciones de vida de la mayoría. Dejar atrás las fantasías estadísticas para abordar con seriedad los abismos de desigualdad que hoy, por desgracia, nos marcan e identifican, es el paso necesario. Sin la sociedad actuante es imposible. Sin el concurso del Estado, inimaginable.

Con los brazos cruzados

Soledad Loaeza

El pasado martes La Jornada publicó en primera plana una muy elocuente fotografía del secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, en la que aparece con los brazos cruzados y la mirada baja. El ademán podría traducirse con un no hay nada que hacer, y referirlo a la ley SB 1070 que se votó en el estado de Arizona y que criminaliza a los indocumentados. No sería ésta una novedad. Es característica de los gobiernos panistas mirar con impotencia las iniciativas estadunidenses que afectan los intereses mexicanos, sin atreverse siquiera a plantear una alternativa, sin intentar acciones defensivas que vayan más allá de la aceptación resignada de las decisiones que adopta el poderoso vecino, para dejar por lo menos un testimonio de resistencia o de reprobación.

Es de llamar la atención que, en cambio, la ley haya provocado las reacciones del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, y del titular de la Secretaría General Iberoamericana, Enrique Iglesias. Ambos la rechazaron por discriminatoria y racista, así como porque entraña un elevado potencial de violación a los derechos humanos. En un editorial, el distinguido especialista en asuntos migratorios Jorge Bustamante se pregunta por qué el gobierno mexicano no ha denunciado la medida ante tribunales internacionales (Sobre la SB1070, Reforma, 28/4/10). Y con él somos muchos los que nos hacemos la misma pregunta. Peor todavía, en apenas unos cuantos días parece venirse abajo la atmósfera de cooperación bilateral y de buena voluntad que generó la visita de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, hace apenas unas semanas. El propio presidente Obama ha condenado la legislación y es previsible que sea derrotada porque se trata de una disposición anticonstitucional, pues los estados de la unión americana no tienen autoridad en materia migratoria. Aun así, es inexplicable que el gobierno mexicano se haya mantenido tan quietecito.

La sensación de pasividad que proyectan los funcionarios mexicanos frente a Estados Unidos se extiende a muchos otros terrenos distintos a la migración e incluso a la seguridad. La resignación profunda del gobierno ante las medidas unilaterales de Estados Unidos no se ve compensada por el perentorio llamado que hizo el mismo secretario Gómez Mont el domingo 26 de abril, a las autoridades estadunidenses para que asuman ya la vergüenza de estar vendiendo las armas con las que se asesina a mexicanos. También les exigió que reconocieran que el consumo de drogas en su país está en el origen de la ola de violencia que vivimos en México actualmente. ¿Cuál puede ser la reacción a semejante llamado? La respuesta de cualquier americano a una exigencia que fue expresada de manera insolente y poco diplomática, podría ser: Asuman ustedes, gobierno mexicano, la responsabilidad de la violencia en las calles, del sentimiento de inseguridad y de indefensión que embarga a los mexicanos; asuman ustedes la responsabilidad de no poder garantizar aparatos de seguridad confiables, policías honestas y un aparato de procuración de justicia eficaz. Así que a la ensoberbecida exigencia se impone la imagen de los brazos cruzados, a menos de que el exhorto de Gómez Mont haya sido pensado más para el público mexicano que para los estadunidenses.

En todo caso, el tono de las declaraciones citadas poco ayuda a la cooperación bilateral, y más bien abona la hostilidad antimexicana que expresan los radicales antinmigrantes. Este episodio del tema migratorio pone al descubierto, una vez más, las dificultades de la cooperación bilateral. Hace unas semanas, la secretaria Clinton visitó México a la cabeza de una impresionante delegación de responsables de los temas de seguridad en Estados Unidos, con el propósito de discutir programas de cooperación bilateral para combatir la violencia en las ciudades fronterizas, y el crimen organizado. En ese caso pudo hablarse de una responsabilidad compartida y el principio de cooperación pudo imponerse de manera casi natural. ¿Puede decirse lo mismo del tema migratorio?

En el tema de seguridad, y no obstante las apariencias de actividad febril, es muy probable que el gobierno mexicano también se haya limitado a reaccionar a las propuestas de Washington. La absoluta superioridad de los medios policiacos y militares de la superpotencia explicaría esa pasividad, pero ¿esa misma asimetría justifica la inacción en la defensa de los derechos de los migrantes mexicanos?


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