6/01/2011

Los derechos humanos y los jueces


Lorenzo Córdova

La aprobación de la reforma constitucional de derechos humanos por la mayoría de las legislaturas de los estados, así como la inminente publicación y entrada en vigor de la reforma al juicio de amparo (también de carácter constitucional), constituyen uno de los cambios más profundos y revolucionarios de nuestro anquilosado y todavía insuficiente sistema de garantías de los derechos fundamentales. Y no sólo por sus implicaciones en términos normativos, sino también por los cambios que inevitablemente tendrán en la cultura jurídica y judicial de nuestro país.

Hasta ahora el único mecanismo de protección de los derechos al alcance de los ciudadanos (exceptuando a los derechos político-electorales que cuentan con un sistema y medios específicos para su defensa) era el vetusto e insuficiente juicio de amparo. Un mecanismo que, en virtud de sus efectos relativos (sus sentencias sólo protegen a los quejosos), su gran complejidad técnica (con los costos que ello trae) y el restrictivo criterio de “interés jurídico” que tiene que probarse como requisito de procedencia, en los hechos llegó a convertirse más en un medio de protección de privilegios que de derechos.

A ello contribuyó (y en gran parte lo sigue haciendo) la cultura jurídica y jurisdiccional prevaleciente en el Poder Judicial que ve a muchos de nuestros jueces formados en una lógica prevalentemente formalista, letrista, poco proclive a interpretaciones garantistas (y por ende a la lógica de maximizar los derechos fundamentales) y condescendiente con el poder.

Las probabilidades de que una demanda de amparo sea desestimada es muy alta, no sólo por las gravosas exigencias de procedencia que la ley de la materia exige, sino también porque nuestros jueces están formados en una cultura jurisdiccional en la que los desechamientos, los sobreseimientos y la inoperancia de los agravios tienen un papel privilegiado.

No hablemos de la vocación garantista respecto de los derechos fundamentales reconocidos en los tratados internacionales que han sido ratificados por México, que hasta ahora es prácticamente inexistente entre nuestros jueces. El así llamado “control de convencionalidad”, que supone el verificar la congruencia de los actos de autoridad con los tratados internacionales (especialmente cuando hablamos de derechos humanos), es algo que sólo muy pocos jueces y tribunales están acostumbrados a practicar. Las referencias a los derechos que reconocen los instrumentos internacionales en las sentencias son un extraño patrimonio de unos cuantos juzgadores. Más aun las técnicas de ponderación de derechos (cuando estamos, por ejemplo, ante un conflicto entre éstos) o la aplicación de postulados propios de la teoría garantista, como el principio pro homine o el de progresividad y no-regresividad, son raramente comprendidos y aplicados.

Como si lo anterior fuera poco, hay un problema adicional: en México, incluso en materia de derechos humanos y sus garantías, seguimos padeciendo un trasnochado sentimiento soberanista que es incompatible con el espíritu de la moderna teoría de los derechos que recogen las reformas constitucionales aludidas. Para muestra un botón; cuando la Corte Interamericana de los Derechos Humanos condenó a Chile en el caso “Última tentación de Cristo” (Olmedo Bustos vs. Chile) porque su constitución violaba la Convención Americana de Derechos Humanos, la respuesta de los chilenos fue modificar su constitución para hacerla compatible con el llamado Pacto de San José; en cambio, luego de que México ha sido condenado reiteradamente porque la figura del “fuero militar” contraviene dicha convención, entre nosotros se ha abierto el debate de si las resoluciones de aquella Corte nos resultan vinculantes.

Como se sabe, el procesamiento legislativo de las reformas constitucionales en materia de amparo y de derechos humanos no fue sencillo (particularmente el de esta última que enfrentó el cabildeo de algunos grupos opositores). Venturosamente las mismas fueron aprobadas, pero ello nos abre un nuevo reto del que depende su éxito, en un contexto —marcado por la crisis de seguridad— que no es para nada el más adecuado: que los operadores de las nuevas normas, nuestros jueces, comprendan el centralísimo papel que están llamados a jugar y acaso ello pasa por una verdadera revolución copernicana en el modo de entender y practicar la justicia.
Investigador del IIJ-UNAM

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