Editorial La Jornada
acabar con los tabúes y poner encima de la mesa todas las opciones posibles, incluidas alternativas a la prohibición; poner fin a la
criminalización,
marginalizacióny
estigmatizaciónde los consumidores de narcóticos y dar a éstos trato de pacientes, no de delincuentes;
impulsar a los gobiernos a experimentar con modelos de regulación, especialmente en el caso de la mariguana, para minar el poder del crimen organizado, y diversificar los tratamientos contra las adicciones.
Tales planteamientos, que en sí mismos constituyen un avance en el debate en torno a las drogas ilegales y su trasiego, ocurren en un momento en que se extiende, en sectores amplios y crecientes de la opinión pública internacional, un consenso sobre el fracaso de la llamada guerra contra las drogas
, declarada por Estados Unidos hace décadas. Al respecto, cabe recordar los recientes señalamientos del subsecretario de Estado de ese país, William R. Brownfield –formulados en el contexto de la pasada Conferencia Internacional contra las Drogas efectuada en Cancún–, en el sentido de que el gobierno de Washington se equivocó
cuando concibió e impuso a las naciones de Latinoamérica la estrategia antidrogas en curso, pues supuso que el problema podría ser resuelto rápidamente con una campaña agresiva
basada en la mera persecución de los narcotraficantes con las fuerzas del orden, y no fue capaz de ver que el problema tiene que ver con cuestiones económicas, políticas, de seguridad, diplomáticas, sociales, de salud, educación y aspectos culturales, y si no integramos todos estos elementos en nuestra solución estamos condenados al fracaso
.
Por añadidura, en los años recientes, las propuestas de despenalización de los estupefacientes han ido aflorando y ganando adeptos en las comunidades científicas y académicas y en los ámbitos políticos de diversos países, habida cuenta de que las estrategias basadas en la prohibición aplicadas durante el último medio siglo simplemente no han logrado atenuar –ya no se diga eliminar– el problema; por el contrario, se ha ido evidenciando el vínculo causal entre el reforzamiento de la persecución policiaco-militar y el fortalecimiento de los grupos criminales dedicados al narcotráfico.
Con este telón de fondo, resulta en extremo preocupante que, mientras que en el mundo cobran fuerza los intentos por articular en forma coherente una nueva percepción del fenómeno del narcotráfico y por reformular una idea precisa y completa de cómo hacerle frente, nuestro país continúa padeciendo un baño de sangre cotidiano, prosigue su caída hacia nuevas simas de descomposición institucional, militarización de la vida pública y desintegración social, y se mantiene a merced del injerencismo y la doble moral de Washington como consecuencia del empeño gubernamental por mantener un enfoque ineficaz, contraproducente y, a lo que puede verse, caduco en el combate a las drogas.
A más de cuatro años de que México fue sumido en la guerra
contra la delincuencia organizada, y cuando el saldo de ésta supera los 40 mil muertos, lo menos que puede pedirse al gobierno calderonista es un balance honesto, transparente y autocrítico de la política de seguridad vigente, así como voluntad para avanzar en su reformulación. Ello es necesario no sólo por un afán frívolo de poner al país en consonancia con la tendencia internacional en la materia sino, sobre todo, para abrir una perspectiva de reconstrucción en una nación asolada por la violencia, minada por la descomposición institucional, severamente afectada en su soberanía, agraviada por las masivas violaciones a los derechos humanos y cada vez más amenazada por un colapso general del estado de derecho.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario