De algunos poblados de Tabasco se sabía que la venta de mariguana entre la población joven se hacía en expendios conocidos de todos y con el claro apoyo de las policías locales, mientras en Cuernavaca el gobernador de Morelos se paseaba en su helicóptero con chicas familiares de los capos. El Chapo Guzmán era ya todo un personaje, mientras los Arellano Félix constituían un cártel de droga con conexiones internacionales.
De esos años, recuerdo unas declaraciones de Santiago Creel en el sentido de que el crecimiento de la violencia dada como combates y ejecuciones entre los narcos era la mejor muestra de los avances que estaba logrando el gobierno en su lucha incesante contra el narcotráfico y que ésta terminaría pronto con la destrucción del crimen organizado.
Si al principio del presente gobierno ya existía todo esto, y seguramente había también una capacidad razonable aunque insuficiente para combatir el narcotráfico y el crimen organizado, también había experiencia para proponer soluciones a los problemas que generaba la inseguridad. Fue entonces cuando llegó Calderón, quien buscando superar las dudas en torno a su legitimidad como presidente, y alentado seguramente por los estadunidenses, decidió generar una guerra frontal
contra el narcotráfico y las organizaciones delictivas que operaban en el país. La campaña militar fue iniciada en Ciudad Juárez y luego se extendió a varios estados, como Michoacán, donde las fuerzas de seguridad arrestaron a funcionarios estatales y municipales de manera sorpresiva; o como Nuevo León, Durango, Tamaulipas y Guerrero, que empezaron a ser fuente de noticias de acciones violentas. En todos ellos y en otros diversos puntos de la República comenzaron a aparecer retenes militares de aspecto amenazante para la población, que detenían automóviles, autobuses y camiones de carga sin razón aparente.
Los enfrentamientos entre las fuerzas del Estado y los supuestos delincuentes empezaron a darse en la vía pública con números crecientes de víctimas, generalmente calificadas como delincuentes por las autoridades e incluso por el Presidente mismo, sin detenerse a preguntar siquiera por la identidad de éstas, tratárase de familias que viajaban con niños pequeños por vías públicas, de estudiantes que salían de sus escuelas o de mujeres que realizaban sus actividades cotidianas. Luego de cuatro años y medio de que Felipe Calderón accediera al poder, la realidad cotidiana nos ha transformado en un país totalmente distinto al que teníamos en aquel año de elecciones, en el que nuestros temas de plática cotidiana era comentar las ocurrencias de Fox; hablábamos de Foxilandia para reírnos de las mentiras demagógicas que nos contaba, pero después de todo teníamos capacidad para la risa, aun cuando el tema de la violencia concretada en la práctica de los secuestros nos sacuda de tiempo en tiempo generando la movilización de la sociedad, sobre todo en el Distrito Federal.
La guerra que empezó y en la que Calderón se ufana hoy de estar dirigiendo a sus huestes a la victoria, comparándose con Churchill, ha dejado cerca de 40 mil muertos, mexicanos en su inmensa mayoría, mas no todos. Los resultados que vemos son un tanto diferentes y de alguna manera sospechosos. La guerra se ha extendido hoy a prácticamente todo el territorio nacional. Son ya muy contados los estados que no reportan acciones violentas del crimen organizado, mientras las cifras de muertos mantienen, como en todo el sexenio, tendencias de crecimiento. Cada día sabemos de nuevas ciudades donde los comercios y los profesionistas independientes son amenazados por los delincuentes y obligados a pagar igualas mensuales, para lograr que ni ellos ni sus familiares sean víctimas de la violencia. Los robos de autos en las carreteras se dan por igual entre Monterrey y Nuevo Laredo que entre Acayucan y Coatzacoalcos, o en los desiertos de Zacatecas.
Los actos de barbarie, que incluyen la aparición de descabezados y desmembrados que hace algunos años ocurrían en Chihuahua, son hoy comunes en Monterrey, Durango, Michoacán, Morelos y en Guerrero. Al tráfico de drogas se ha integrado el de seres humanos, principalmente centroamericanos, con la participación y la responsabilidad de funcionarios federales de migración; los hallazgos recientes de fosas colectivas con decenas de víctimas indefensas nos hablan de barbarie similar a la ejercida por las tropas alemanas durante la ocupación de Polonia.
Por los medios de comunicación sabemos de los incrementos crecientes en los recursos para las fuerzas de seguridad tanto civiles como militares, los cuales representan hoy presupuestos anuales varias veces mayores a los existentes al inicio del sexenio. Uno de los avances más impactantes de la ciencia moderna son los estudios de la simetría, que hoy explican tanto las leyes de la física como los procesos biológicos de la evolución y diversos fenómenos sociales, ello nos hace pensar que el crecimiento de la violencia y del crimen no son otra cosa que la réplica de esos incrementos presupuestales, y que ello lo saben bien nuestros amables vecinos del norte, beneficiarios y promotores de esta guerra, de acuerdo con los datos proporcionados por Wikileaks, que los señalan como vendedores directos de armas para los dos bandos en pugna: el gubernamental y el del crimen organizado. Creo que el término más apropiado para referirnos a todo esto es el de caos.
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