6/02/2011

Memoria sin atropellos



Carmen Boullosa



Me enteré de que se iba a acabar el mundo un pelín tarde. Oí que ya venía hace dos semanas, minutos antes de la hora prevista para el Gran Final. No tuve tiempo de nada, cuantimenos de conjeturar si estallarían chispas, brotarían bolas de fuego, aullarían plañideras, de si faldas y pantalones prenderían en llamas, si se escucharían gritos de aleluyas y júbilo o cantos “chinlarregué-larregués”.

El mundo entero se iba a ir a pique mientras el responsable de la predicción se sentaría a ver las escenas del Gran Final por televisión. Según su versión, los medios de comunicación divina habrían sido creados con el fin de que el Fin se pudiera difundir en tiempo real. Para el agorero que anticipó el Fin, el hacedor es un Gran Productor de Espectáculos. ¿Teología de la Difusión? El agorero es persistente: dice que va de nuez, que el mundo se acabará pero en otra fecha.

Cualquier hijo de vecino puede declarar que nos estamos quedando sin futuro. Sin necesidad de recurrir a interpretaciones de pasajes bíblicos, anticipar choques de cometas, explosiones de estrellas o cualquier tipo de catástrofe natural marca diablo, sin contar con el aval del fanatismo (que sirve de pasaporte para cualquier mafufada), cualquiera puede decir que nos hemos metido en un callejón sin salida.

Lo verdaderamente rudo no es imaginar un final más o menos cercano o inmediato, echando mano de cualquier recurso, con diferentes combinaciones de inferencias o sacándose de la manga alguna trama. Anunciar que esto se acaba es asunto cuesta abajo. Un ejercicio considerablemente más audaz, y sin duda más fértil, sería declarar acabado al mundo para que, de ahora en adelante, en un simple parpadeo, éste empiece de nuevo. El recomienzo. En ese caso, si el mundo fuera a ser mundo, se necesitaría recurrir a la memoria. Es lo único que haría sentido. Borrar el pasado sería el equivalente a la total desaparición. Con la memoria aparecería de nuevo el mundo, renacido.

Hagamos un (rápido) ejercicio de renacimiento (o recreación) local para el Valle de México: reaparecen los grandes lagos, los canales de agua prístina, el aire más transparente y las decenas de ríos. Regresan los bosques, los maizales y los magueyes a granel, los árboles frutales y las hortalizas, con plantíos originarios de distintos continentes. Echemos mano de fotografías, pinturas, pasajes de novelas. No borremos los palacios coloniales, ni las bellas construcciones art-decó. En un parpadeo, podemos recrear una ciudad extraordinaria.
Este ejercicio se debiera hacer a todo lo ancho y largo de la tierra retomando el bagaje de la memoria, trayendo al presente los jardines colgantes de Babilonia, el Coloso de Rodas, el Faro de Alejandría, las míticas ciudades de Gao y Timbuctú en sus momentos de gloria, y un largo etcétera. Pero nada debiera quedar congelado en el ayer.

Aunque suene paradisíaco, el mundo renacido podría garantizar con certeza una nueva condena, el camino seguro a otro Gran Final. Los cambios serían imprescindibles como hoy. La macrópolis chinampera, por ejemplo, debería quedar libre de riesgo de inundaciones, comprender un plan urbano que supiera considerar el entorno, tener autoabasto de agua, energía renovable, construcciones adecuadas para su particular ambiente.

En el proceso de un recomienzo, habría que corregirle la plana al pasado. La memoria obligaría a no hacer añadidos o sustracciones arbitrarias. Obligaría también a inventar, imaginar, tramar. Y a prever. Nos daría una noción de la necesidad de considerar una visión a futuro.

Fácil es, pues, decir que ya nos llevó la porra, que nos precipitamos, en fecha más o menos cercana, al Gran Final (o sus equivalentes). Lo imposible es liberarnos de nuestra memoria, de nuestra historia, a menos que nos resignemos a invitar otra vez el mencionado fin. Lo cuesta arriba, lo difícil pero imperioso, lo urgente, es pensar cómo hacernos de un futuro real. Ponderar las inercias, derrotarlas, sacar jugo de lo que es fértil. Estudiar, recapitular, reconocer e imaginar con ojos críticos.

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