Editorial La Jornada
porque ha sido clave para iniciar la transformación profunda de la Policía Federal (PF) en un cuerpo profesional dedicado a servir y a proteger a la comunidad. A renglón seguido, el político michoacano llamó a que la carrera policial
deje de ser y parecer una ocupación desprestigiada; convocó, en cambio, a que sea vista por la población como un
sacerdocio cívico, e invitó a los
jóvenes mexicanos, en especial a los universitariosa tenerla en cuenta como
una opción de vida y una opción de desarrollo profesional atractivay a incorporarse a las filas de la propia PF.
Poco oportuno resulta el reconocimiento a un funcionario que enfrenta, con fundados motivos, las críticas de un sector amplio de la sociedad civil y de la clase política. Su mala imagen no sólo es consecuencia de un desempeño deficiente que se manifiesta en la crisis de seguridad pública que recorre el país a consecuencia de las acciones de los grupos de la delincuencia organizada y de la desastrosa estrategia gubernamental para combatirlos –uno de cuyos principales impulsores es el propio García Luna–, sino también de una actitud sumisa hacia las autoridades estadunidenses y, lo más reciente, de la manifiesta infracción a la disposición constitucional que condiciona la aceptación y el uso de condecoraciones extranjeras al aval de Congreso.
En esta circunstancia, el reconocimiento da un mensaje de insensibilidad para la población, la cual ha sido, a fin de cuentas, la principal afectada por el actual desastre de seguridad pública. Más grave aún: el encomio a la labor de un funcionario que acaba de protagonizar un desacato a la Carta Magna se convierte en un mensaje de desdén al marco jurídico vigente y de falta de compromiso con la cultura de la legalidad, una de las consignas más recurridas de la administración calderonista.
Por otra parte, y en lo que toca al llamado a erradicar el desprestigio que rodea a la carrera policial, cabe recordar que dicha percepción no es gratuita, sino que es el resultado de los numerosos casos de corrupción y complicidad con bandas delictivas, documentados en las filas de las corporaciones de distintos niveles, incluido el federal; de las recurrentes denuncias por violaciones a los procedimientos penales cometidos por integrantes de esas instancias, y de los constantes atropellos a los derechos humanos de ciudadanos nacionales y extranjeros en los que se han visto involucrados efectivos policiacos municipales, estatales y federales.
Ciertamente, en un contexto de normalidad democrática, de fortaleza institucional y de plena vigencia de la legalidad, el trabajo de policía puede ser una opción laboral y de desarrollo profesional como cualquier otra; pero, en la circunstancia nacional actual, la invitación a que los jóvenes mexicanos
se integren a esa carrera equivale a colocarlos a merced de la violencia generalizada y de las prácticas delictivas y corruptas que campean dentro y fuera de esas corporaciones, y a hacerlos partícipes, con ello, de la descomposición institucional generalizada y del baño de sangre cotidiano que padece el país.
Por esta vía, la política en curso contra la delincuencia se proyecta como un modelo de nación trastocado e indeseable, en el que se priorice la creación de plazas policiales por sobre la formación de nuevos profesionistas. Más valdría, en todo caso, cambiar de estrategia.
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