Porfirio Muñoz Ledo
La sustancia de las luchas democráticas se depositó desde la baja Edad Media en la conquista de las libertades municipales. Núcleos de resistencia a la opresión de imperios, reinos y feudos, los espacios citadinos fueron la expresión primaria de la soberanía popular y a partir de su autodeterminación se construyeron las sociedades modernas. Nuestros regímenes autoritarios hicieron de las grandes ciudades —en particular la de México— asiento de sus poderes, mermando el ejercicio de los derechos de sus habitantes. De ahí el profundo significado que tuvo en 1808 el llamado del síndico del Ayuntamiento de México, Francisco Primo de Verdad, para la recuperación de las potestades locales, germen del movimiento de Independencia.
Decía Cosío Villegas que el sistema posrevolucionario tuvo tres ejes: el presidencialismo exacerbado, el partido hegemónico y el sometimiento político de la ciudad de México. Esta última, iniciativa de Álvaro Obregón, consistió en la supresión de los municipios capitalinos que se habían conformado desde la primera mitad del siglo XVI. Un Departamento del Distrito Federal y un regente fueron los que suplantaron la voluntad ciudadana. A contrario sensu, la transición hacia la democracia es en lo esencial una aventura libertaria de los habitantes de esta ciudad. Ante el colapso de los poderes públicos en el terremoto de 1985, la gente se apropió de la capital y asumió la conducción de los eventos.
Desde entonces, lo que fuera durante centurias instrumento privilegiado de la dominación se ha convertido en un escenario recurrente de la indignación y la protesta. La enorme derrota política sufrida por el antiguo régimen en 1988 encuentra su fermento en la memoria del campo, pero estalla por una combinación de inconformidades y exigencias citadinas: el movimiento urbano popular, el feminismo y la diversidad sexual, las luchas estudiantiles, las organizaciones de derechos humanos y la defensa del medio ambiente.
Todo se conjuga en esa vuelta de página a la historia. Cualquiera que haya sido la afrenta que las motivase, todas las manifestaciones ocurridas en este tiempo son la expresión de una sociedad beligerante que no ha podido edificar una democracia efectiva. Igual el plebiscito ciudadano de 1993 que la elección masiva de autoridades locales en 1997, la marcha contra la delincuencia en 2004, las manifestaciones contra el desafuero en 2005, la resistencia civil del 2006, las marchas contra la delincuencia del 2009 y por la paz del 2011, así como el rosario de concentraciones convocadas exitosamente por la izquierda. Tenemos una inmensa deuda que pagar.
El estatuto que negociamos con el presidente Zedillo en julio de 1996 es insuficiente y no fue trasladado a la norma en los términos pactados. Las facultades legislativas fueron reducidas al negársele el carácter de entidad federativa, se limitaron sus potestades administrativas y financieras y nunca se recompuso la organización territorial que proviene de la descentralización vertical de 1970. La Comisión de Estudios para la Reforma del Estado se pronunció en 2000 por “impulsar una Constitución del Distrito Federal que le otorgue plena autonomía política, sin detrimento de su condición de sede de los poderes federales; realizar una distribución de competencias semejante a la de los estados de la Unión, así como crear instancias de gobierno equivalentes al municipio, integradas por un cabildo y un órgano ejecutivo encabezado por un alcalde”.
En los diálogos que encabecé en 2005 se acordó enmendar en ese sentido el artículo 122 de la Constitución y en el ejercicio de la CENCA de 2007 presentamos una iniciativa de reforma que fue ignorada por los senadores y luego enterrada en la Cámara de Diputados. Hace apenas 13 meses la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios, entregó al Senado una iniciativa completa para dotar a la capital de una Constitución. Las elecciones del año próximo exigen una actitud categórica de partidos y candidatos. La disputa por el gobierno de la ciudad se tornaría una querella tramposa e infecunda en ausencia de esa definición fundamental. Diputado del PT
La sustancia de las luchas democráticas se depositó desde la baja Edad Media en la conquista de las libertades municipales. Núcleos de resistencia a la opresión de imperios, reinos y feudos, los espacios citadinos fueron la expresión primaria de la soberanía popular y a partir de su autodeterminación se construyeron las sociedades modernas. Nuestros regímenes autoritarios hicieron de las grandes ciudades —en particular la de México— asiento de sus poderes, mermando el ejercicio de los derechos de sus habitantes. De ahí el profundo significado que tuvo en 1808 el llamado del síndico del Ayuntamiento de México, Francisco Primo de Verdad, para la recuperación de las potestades locales, germen del movimiento de Independencia.
Decía Cosío Villegas que el sistema posrevolucionario tuvo tres ejes: el presidencialismo exacerbado, el partido hegemónico y el sometimiento político de la ciudad de México. Esta última, iniciativa de Álvaro Obregón, consistió en la supresión de los municipios capitalinos que se habían conformado desde la primera mitad del siglo XVI. Un Departamento del Distrito Federal y un regente fueron los que suplantaron la voluntad ciudadana. A contrario sensu, la transición hacia la democracia es en lo esencial una aventura libertaria de los habitantes de esta ciudad. Ante el colapso de los poderes públicos en el terremoto de 1985, la gente se apropió de la capital y asumió la conducción de los eventos.
Desde entonces, lo que fuera durante centurias instrumento privilegiado de la dominación se ha convertido en un escenario recurrente de la indignación y la protesta. La enorme derrota política sufrida por el antiguo régimen en 1988 encuentra su fermento en la memoria del campo, pero estalla por una combinación de inconformidades y exigencias citadinas: el movimiento urbano popular, el feminismo y la diversidad sexual, las luchas estudiantiles, las organizaciones de derechos humanos y la defensa del medio ambiente.
Todo se conjuga en esa vuelta de página a la historia. Cualquiera que haya sido la afrenta que las motivase, todas las manifestaciones ocurridas en este tiempo son la expresión de una sociedad beligerante que no ha podido edificar una democracia efectiva. Igual el plebiscito ciudadano de 1993 que la elección masiva de autoridades locales en 1997, la marcha contra la delincuencia en 2004, las manifestaciones contra el desafuero en 2005, la resistencia civil del 2006, las marchas contra la delincuencia del 2009 y por la paz del 2011, así como el rosario de concentraciones convocadas exitosamente por la izquierda. Tenemos una inmensa deuda que pagar.
El estatuto que negociamos con el presidente Zedillo en julio de 1996 es insuficiente y no fue trasladado a la norma en los términos pactados. Las facultades legislativas fueron reducidas al negársele el carácter de entidad federativa, se limitaron sus potestades administrativas y financieras y nunca se recompuso la organización territorial que proviene de la descentralización vertical de 1970. La Comisión de Estudios para la Reforma del Estado se pronunció en 2000 por “impulsar una Constitución del Distrito Federal que le otorgue plena autonomía política, sin detrimento de su condición de sede de los poderes federales; realizar una distribución de competencias semejante a la de los estados de la Unión, así como crear instancias de gobierno equivalentes al municipio, integradas por un cabildo y un órgano ejecutivo encabezado por un alcalde”.
En los diálogos que encabecé en 2005 se acordó enmendar en ese sentido el artículo 122 de la Constitución y en el ejercicio de la CENCA de 2007 presentamos una iniciativa de reforma que fue ignorada por los senadores y luego enterrada en la Cámara de Diputados. Hace apenas 13 meses la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios, entregó al Senado una iniciativa completa para dotar a la capital de una Constitución. Las elecciones del año próximo exigen una actitud categórica de partidos y candidatos. La disputa por el gobierno de la ciudad se tornaría una querella tramposa e infecunda en ausencia de esa definición fundamental. Diputado del PT
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