Editorial La Jornada
boicotear las protestas antipapaque se han venido desarrollando en la capital española y a
matar maricones y cualquier aberración antihumana durante sus manifestaciones en contra de la Iglesia católica.
Sería erróneo y peligroso asumir estas deplorables amenazas –que por fortuna no pasaron de eso– como un episodio aislado: por el contrario, la conducta atribuida a Pérez Bautista constituye una muestra extrema de los hábitos de acción y pensamiento típicos de la intolerancia, el fanatismo y la ignorancia que promueven algunas organizaciones vinculadas a la jerarquía eclesiástica. El referente inmediato a este respecto son los grupos organizadores de las llamadas Jornadas Mundiales de la Juventud –a los cuales pertenece, según la información disponible, el connacional arrestado–, que han asumido la tarea de difundir entre los sectores jóvenes de la sociedad española algunos de los aspectos más retrógradas del pensamiento vaticano: su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo; su condena radical al aborto y al pleno ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos –incluido el uso de preservativos–, su rechazo a la investigación científica llevada a cabo con células madres y, en general, su resistencia al avance de los valores laicos en la sociedad.
Tales posturas, por lo demás, tienen como telón de fondo ineludible un amplio y creciente desencanto ciudadano con la visita de Joseph Ratzinger a España –como salió a relucir ayer en una movilización que concluyó con enfrentamientos con la policía en la Puerta del Sol–, no sólo por el financiamiento público otorgado a la visita papal en contravención al carácter aconfesional
del Estado español, sino también porque el pontífice encabeza un papado atrincherado en el dogmatismo medieval, repelente al desarrollo de las sociedades y promotor de visiones intolerantes que sirven de caldo de cultivo a expresiones de integrismo católico, como la comentada.
En tal circunstancia, ante la reiterada oposición vaticana a los avances científicos y sociales y habida cuenta de su manifiesto repudio al anticlericalismo
y el laicismo
–como expresó públicamente Ratzinger durante su pasada visita a la nación ibérica, en noviembre de 2010–, se corre el riesgo de que tales elementos impacten en mentalidades delirantes y poco estructuradas, y de que las ideas de intolerancia y cerrazón deriven en designios de eliminación física como los expresados por Pérez Bautista o, mucho peor, como los llevados a la práctica en Noruega por el ultraderechista cristiano Anders Breivik, en atentados que cobraron la vida de 76 personas.
La moraleja de este episodio es que la Iglesia católica, en tanto organización que sigue gozando, pese a la crisis que enfrenta, de credibilidad y autoridad moral entre amplios sectores de la población, debe revisar a fondo sus posturas más reaccionarias y dar marcha atrás sobre aquellas de las que puedan nutrirse expresiones fundamentalistas como las referidas. En la medida en que el Vaticano y los altos mandos clericales sigan aferrados a visiones cavernarias contra el laicismo institucional, contra los derechos de las mujeres, contra la educación sexual, contra las conquistas legales de las minorías sexuales y contra las campañas de prevención del sida mediante el uso del condón, no sólo profundizarán el deterioro y la marginación que padece la propia Iglesia católica, sino estarán promoviendo –así sea indirectamente– un caldo de cultivo para el surgimiento de amenazas para su propia feligresía y para el conjunto de las sociedades.
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