4/09/2013

La Dama de hierro Thatcher, la herencia



Pedro Miguel
El primer episodio del thatcherismo tuvo lugar seis años antes de que Margaret Thatcher llegara a la jefatura del gobierno británico; concretamente, empezó el 11 de septiembre de 1973, cuando un grupo de militares –azuzado por Richard Nixon; su secretario de Estado, Henry Kissinger; el entonces vicepresidente, Gerald Ford, y George Bush padre, quien se desempeñaba como representante de Washington ante la ONU– destruyó la democracia chilena, asesinó a miles de ciudadanos, secuestró, encarceló y torturó a decenas de miles. Otras decenas de miles hubieron de partir al exilio. Una vez instaurada, la dictadura que encabezó Augusto Pinochet clausuró el Congreso, declaró la ilegalidad de los partidos políticos y un par de años después entregó el manejo económico a un grupito de posgraduados en la Universidad de Chicago –de allí el apodo de Chicago Boys–, donde enseñaba Milton Friedman: Sergio de Castro, José Piñera, Jorge Cauas, Pablo Barahona...
Hasta entonces, ningún Estado había sido sujeto a un desmantelamiento económico tan devastador como el que emprendieron los operadores del régimen militar, quienes transfirieron la mayor parte de la propiedad pública a consorcios privados, confiscaron los fondos de pensiones para llevarlos al ámbito de la especulación financiera, redujeron en 20 por ciento el gasto público, despidieron a tres de cada 10 empleados del Estado, liquidaron los sistemas de ahorro y préstamo de vivienda, flexibilizaron el mercado laboral y aumentaron significativamente el IVA. Los costos sociales fueron casi tan devastadores como la represión política misma: el producto interno bruto (PIB) se desplomó 12 por ciento, el desempleo se disparó a 16 por ciento y el volumen monetario de las exportaciones experimentó una contracción de 40 por ciento.
Hacia 1977 los indicadores macroeconómicos repuntaron, impulsados por las desorbitadas ganancias que obtenían las empresas privadas, particularmente las administradoras de fondos de retiro, rentabilidad que tuvo, como contraparte, una severa depreciación de las pensiones que les fueron encargadas. Tras la contracción económica inicial, la siguiente fase de crecimiento (que duró hasta 1982) fue llamada boom o milagro chileno por la masa de medios informativos.
Ese fue el primer ensayo de lo que Margaret Thatcher habría de aplicar en Inglaterra a partir de 1979. Con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca, casi dos años más tarde, el modelo fue repetido en Estados Unidos con el nombre de reaganomics. Ya asentado en calidad de política oficial, el neoliberalismo fue proyectado, con el nombre de revolución conservadora, desde Londres y Washington, al resto de las economías capitalistas, empezando por las periféricas: México se deslizó hacia el paradigma desde 1982 y seis años más tarde cayó en él, de manera estrepitosa, con la fraudulenta imposición de Carlos Salinas en la Presidencia; Argentina sucumbió un año más tarde, con el gobierno de Carlos Menem; a Perú le llegó el turno en 1990, cuando ganó una elección presidencial el hasta entonces desconocido Alberto Fujimori. Sólo unos ejemplos.
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Foto: Xinhua
Ese primer ciclo de regímenes neoliberales tuvo como características principales el autoritarismo y/o militarismo y la corrupción. La entrega de los bienes públicos a empresarios privados confundió las fronteras entre el ámbito empresarial y el político. Reagan echó mano del terrorismo de Estado contra Libia, Granada y Nicaragua, y lo alentó en El Salvador y Guatemala, e impulsó el narcotráfico mediante la operación Irán- contras. Thatcher impuso la guerra sucia en Irlanda contra los combatientes independentistas y, en la guerra contra Argentina, recurrió a una crueldad tan extremada como innecesaria (recuérdese el hundimiento inútil del General Belgrano) y desplegó armas nucleares en una región que había decidido prohibirlas. En el gobierno de Salinas fueron asesinados cientos de opositores políticos. Fujimori está actualmente preso por las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante su gobierno, parte del cual fue una desembozada dictadura; Menem indultó a los responsables de crímenes de lesa humanidad.
Pinochet está muerto. Reagan también está muerto y ahora se les ha unido Margaret Thatcher. Pero dejaron herederos de segunda generación, como Sebastián Piñera –hermano menor del Chicago Boy que privatizó las pensiones chilenas–, Mariano Rajoy, operador de un implacable plan económico antipopular en España; la jefa real del anterior, Angela Merkel, y Enrique Peña Nieto, discípulo de Salinas, entusiasta de las privatizaciones de bienes públicos y del recorte de derechos laborales, y autoritario si los hay. Sólo unos ejemplos. El neoliberalismo va en retirada en el mundo, pero la batalla contra la revolución conservadora aún no ha terminado.
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Thatcher: neoliberalismo y revolución conservadora

Editorial La Jornada

El fallecimiento de Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990, hace pertinente esbozar un balance de lo que ha significado para el mundo el fenómeno político conocido como la revolución conservadora y su aplicación económica, el neoliberalismo.
Entre 1978 y 1981 tres personalidades profundamente anticomunistas y conservadoras llegaron a puestos claves en la escena internacional: Karol Wojtyla, quien asumió el papado con el nombre de Juan Pablo II, la propia Thatcher y Ronald Reagan. Entre los tres se estableció una alianza tácita para emprender una cruzada mundial que combinó posturas políticas autoritarias y retrógradas y, en el caso de los dos políticos anglosajones, un belicismo desbocado que dio pie a una nueva espiral armamentista entre los bloques occidental y oriental.
En lo económico Thatcher y Reagan adoptaron un modelo que ya había sido puesto a prueba en Chile por la dictadura de Augusto Pinochet –amigo cercano de la hoy difunta–, inspirado a su vez en las prédicas ultraliberales y monetaristas de Friedrich Hayek y de Milton Friedman, que consistía, básicamente, en transferir casi toda la propiedad pública a manos privadas, eliminar todo control sobre los mercados y reorientar la función del Estado de árbitro entre los factores de la producción a promotor de negocios particulares.
En el ámbito británico, el gobierno de Thatcher desmanteló el Estado de bienestar, desapareció o recortó los derechos laborales y sindicales, reprimió con ferocidad a los mineros y a los independentistas irlandeses –contra quienes empleó métodos de guerra sucia similares a los que utilizaban las dictaduras latinoamericanas–, incrementó en forma brusca las tasas impositivas y llevó los servicios públicos de salud, educación y transporte a un estado de catástrofe. En consecuencia, el thatcherismo produjo en la ciudadanía británica una fractura política enconada y sin precedente que se expresó incluso con motivo de la muerte de la política conservadora: ayer, mientras algunos ingleses lamentaban su fallecimiento, otros protagonizaban escenas públicas de júbilo.
Los lineamientos de la revolución conservadora y del neoliberalismo no se constriñeron a Estados Unidos y Gran Bretaña. Para fines de la penúltima década del siglo pasado se había establecido un llamado consenso de Washington que transformó las devastadoras prácticas económicas de Pinochet, Reagan y Thatcher en un dogma que se aplicó en América Latina con resultados sociales catastróficos. En ausencia de contrapesos, tras la caída del bloque soviético, y con la activa participación del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, las recetas neoliberales llegaron a convertirse en una suerte de pensamiento único, una ortodoxia de la que parecía imposible escapar. El paradigma de la dictadura chilena fue adoptado por gobernantes civiles, como Carlos Salinas en México y Carlos Menem en Argentina, con consecuencias desastrosas para los mercados internos, los niveles de vida, las soberanías nacionales y los pactos sociales.
El momento culminante de la carrera de Thatcher fue su astuto aprovechamiento político del desembarco ordenado por los militares argentinos en las disputadas islas Malvinas. Aquella aventura militar, que obedecía más al propósito de legitimación interna que a una recuperación de soberanía, habría podido resolverse por vías diplomáticas, pero Thatcher, quien por entonces pasaba también por un mal momento político, decidió llevar el juego hasta las últimas consecuencias, cerró toda posibilidad de solución negociada y envió una expedición militar que costó centenares de vidas de soldados argentinos y británicos. Con ello, la política conservadora logró aferrarse al puesto de primera ministra.
Aunque tanto Wojtyla como los promotores seculares de la revolución conservadora han fallecido ya, ésta, así como el neoliberalismo por ella implantado –Juan Pablo II tomó distancia de la parte económica de la cruzada una vez que se desintegró el bloque soviético– persisten y siguen generando escenarios sociales cercanos a la ingobernabilidad: es el caso de España, Portugal, Grecia, Chipre y, en muchos sentidos, México. A más de tres décadas de la llegada de Thatcher y Reagan al poder, y a 40 años de la instauración de la dictadura pinochetista, diversas sociedades –la nuestra entre ellas– continúan sujetas a sus devastadores programas económicos.

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