La bala que mató a Colosio sigue viva
Por Ricardo Monreal Ávila
¿Hay alguna relación entre el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la actual violencia que vive el país?
Sí,
por supuesto. Es la misma relación que existe, en condiciones de
fragilidad ambiental, entre el aletear de unas mariposas en China y su
conversión en huracán en el mar Caribe. Nuestra fragilidad sistémica
inició con la violencia política, se transformó luego en violencia
criminal y está descendiendo a la calle en forma de violencia social.
El asesinato de Colosio fue causa y efecto a la vez de una modalidad de violencia política que el país no vivía en décadas.
Los
asesinatos de Manuel Buendía y del agente de la DEA Enrique Camarena
Salazar, en el gobierno de Miguel de la Madrid, iniciaron aquella
corriente de violencia política. Hoy sabemos que en ambos casos
intervino la “narcopolítica”.
Esa
violencia escalaría en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari: 580
perredistas asesinados en seis años, sin ningún responsable ni castigo,
concatenados con el estallido zapatista en los Altos de Chiapas. 20
años después no sabemos con precisión cuántos murieron en el mercado de
Ocosingo los primeros días de 1994, cuando tropas especiales del
ejército (Gafes), se enfrentaron con las bases indígenas del EZLN.
Tres
meses después sobrevendría el atentado a Colosio: el primer crimen de
Estado cometido por un "asesino solitario". Y para rematar, el
asesinato de José Francisco Ruiz Massieu.
Al
investigar el entorno de violencia política de aquel fatídico 1994, el
dictamen del subprocurador Mario Ruiz Massieu, hermano de José
Francisco, fue contundente: "los demonios andan sueltos".
Al
amparo de la impunidad y la falta de justicia, esos demonios
conducirían la violencia de la arena política al infierno criminal. Del
pleito entre facciones del poder público se pasó al enfrentamiento
entre facciones mafiosas.
En el
gobierno de Ernesto Zedillo se dieron los primeros reacomodos en los
cárteles de la droga. Sinaloa, Durango y los estados fronterizos de
Baja California y Chihuahua fueron escenarios de ejecuciones violentas.
De los 69,000 homicidios registrados en el país en ese gobierno, un
10%, 7,000, fueron ejecuciones vinculadas al tráfico de drogas.
La
primera alternancia presidencial no disminuyó la violencia criminal. Al
contrario, dañó y sigue golpeando la calidad de la transición
democrática. En el gobierno de Fox, las ejecuciones vinculadas con la
violencia criminal representaron el 24% de los 50,000 homicidios
registrados oficialmente en ese sexenio.
Vendría
el acelerador de una violencia criminal sin precedente, la guerra de
Felipe Calderón. La cifra oficial reporta 70,000 ejecuciones, más de la
mitad de los homicidios registrados en el país, además de 10,000
desaparecidos, por lo menos.
La
segunda alternancia política (el regreso del PRI al poder) no se ha
traducido en un freno a la violencia. Al contrario, estamos ante una
tercera mutación, la violencia social, expresada en diversas formas y
ámbitos, como la proliferación de grupos de autodefensa, con resultados
de pronóstico reservado.
De la violencia política a la criminal, y luego a la social. Es el ciclo que detonó hace dos década
s el asesinato de Colosio. Aquella bala expansiva, troquelada a base de impunidad e injusticia, sigue causando estragos.
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