Las historias de personas que tienen que huir de su país en centroamérica, no en busca del sueño americano, sino para conservar la vida.
Mauricio es un adolescente de 17 años, delgadísimo,
moreno y con un bigote incipiente, que es como pelusa acumulada sobre
la comisura de sus labios. En El Salvador, su país de origen, fue
bautizado como El niño genio de Puerto El Triunfo, porque entre los ocho y los 10 años cursó una carrera técnica en reparación de computadoras, locución y periodismo,
de la cual se graduó con mención honorífica, superando en rendimiento
académico al resto de sus compañeros de aula, adultos todos.
Por aquella hazaña, el mismo presidente de El Salvador le regaló a Mauricio una computadora,
y otra más el alcalde de su localidad, junto con una impresora, con las
cuales el niño montó un “medio-cíber”, como le llama él, en su misma
casa, en la humilde colonia conocida como Mancilla, territorio en el
cual, aclara Paula, su madre, “gobierna la MS”, es decir, la pandilla
Mara Salvatrucha.
Paula es una mujer bajita, que ronda los 50 años, con
espalda ancha, sonrisa amplia, y su rostro se ilumina cuando habla de
Mauricio. “Él es un cipote bien ejemplar –dice ella, usando el
término coloquial con el que en El Salvador y Honduras aluden a los
niños–, un cipote al que desde pequeño le enseñé principios católicos,
le gusta imitar a Michael Jackson, y en la escuela siempre se
ha llevado los primeros lugares, ahí andan los diplomas a primer lugar
en excelencia y rendimiento académico… es un muchacho que nunca ha andado en vicios, malcriado o en las calles… es un cipote ejemplar, todo mundo me lo respetaba, pero en El Salvador, más en Puerto El Triunfo, la vida de los jóvenes peligra sólo por ser jóvenes… y a mi hijo me lo amenazaron, primero la Mara 18 y luego la MS, por eso tuvimos que salir del país apenas con lo que alcanzamos a cargar en los brazos”.
Paula y Mauricio abandonaron El Salvador el pasado 10 de agosto de 2014, con dos mochilas y una maleta, dejando atrás la casa, el cíber del niño y la tienda de quesos de la madre, para un día después ingresar a México por Chiapas, desde donde lograron llegar al DF de aventón (tras haber sido asaltados en Tapachula) y hoy aguardan en un albergue de la capital del país, en espera de que el gobierno federal les reconozca su condición de refugiados. Ambos forman, así, parte de una lista de mil 525 solicitantes –acumulados sólo entre enero y septiembre del año recién concluido–, de los cuales sólo 247 obtuvieron este estatus legal, consagrado en tratados internacionales de los que el Estado mexicano forma parte.
“Dejé mi casa –murmura Paula–, mis cosas, dejé mi negocio… todo
dejamos, sólo agarramos ropa y el dinero que teníamos y nos fuimos, de
madrugada, para que nadie nos viera.”
Viejas glorias
Según la Convención Internacional sobre el Estatuto de los Refugiados, establecida por la ONU en 1951,
un refugiado es aquella persona que emigra de su país de origen ante un
“temor fundado” de persecución, o ante amenazas de muerte perpetradas
por agentes estatales y no estatales, ya sea por razones de
raza, nacionalidad, religión, opiniones políticas, pertenencia a un
grupo social determinado; y para 1984 –ante el aumento de refugiados
afectados por la expansión del crimen organizado y fenómenos de
discriminación como, por ejemplo, integrantes de la comunidad LGBTTI– a
esta definición se incluyeron aquellas personas que han huido
de su país porque su vida, seguridad o libertad son amenazados por la
violencia generalizada, conflictos internos, agresiones extranjeras,
violaciones masivas de los derechos humanos u otras perturbaciones
graves al orden público.
En el pasado, explica Daniel Otero, integrante de la asociación civil Casa Refugiados (que brinda atención a extranjeros que buscan asilo, refugio o visas humanitarias), México fue considerado un ejemplo internacional en materia de acogida a personas perseguidas
en sus países de origen, luego de que en los años 40 se diera refugio a
cerca de 20 mil republicanos españoles que huían del régimen
franquista, y luego también de que en los 80 se abrieran las fronteras
a cerca de 46 mil guatemaltecos que escapaban de la guerra civil (según estimados oficiales realizados por la Secretaría de Gobernación).
Sin embargo, aclara, en el presente “esta fama de México ya
no se sostiene: la realidad actual y los fenómenos que se enfrentan son
muy distintos a los flujos de refugiados que se dieron en el pasado.
Antes –explica– los refugiados llegaban a México huyendo de conflictos
armados motivados por cuestiones políticas, o huyendo de la represión
que ejercían sus Estados también por cuestiones políticas, y hoy, en
cambio, las personas huyen de la violencia que se vive en los estados
simulados en los que nacieron, como El Salvador u Honduras, donde los
gobiernos y el crimen organizado actúan de la mano”.
Y la postura de México en materia de refugio, afirma, también ha cambiado, y se ha abandonado la apertura del pasado.
Así, en contraste con las décadas del 40 y 80, cuando el Estado
mexicano recibió a más de 60 mil refugiados extranjeros, en el presente
el reconocimiento de la condición de refugiado ha sido otorgada, en los
últimos 12 años, a sólo mil 756 personas.
La situación que se vive en México, señala el representante de Casa Refugiados AC, es “compleja”,
ya que, por un lado, al país “se le considera punta de lanza a nivel
internacional, por contar con un marco legal con perspectiva de
derechos humanos en materia de refugiados, que apuesta por la
integración de estas personas, e incluso México es uno de los tres países en el mundo que manejan el concepto de ‘protección complementaria’,
y que se otorga a personas que no cumplen las condiciones establecidas
para obtener el estatus de refugiado, pero que, aún así, son acogidas
por considerarse que efectivamente necesitan ayuda… sin embargo, por
otro lado, personalmente creo que este marco legal no se aplica, queda
en el papel solamente, y entonces, esos que parecen avances son, en
realidad, pasos hacia atrás”.
Otero pone un ejemplo: “Cuando nosotros entrevistamos a
personas que migran de Centroamérica hacia Estados Unidos, la mayoría
te dice que van en busca del sueño americano, pero al ahondar
más en las condiciones concretas que los llevaron a decidir que debían
salir de su país, resulta que casi todos van huyendo de la violencia del crimen organizado,
ellos te cuentan que tenían un negocio y que el crimen organizado los
comenzó a extorsionar, o que el crimen organizado quería reclutar a sus
hijos, o que mataron a uno de sus familiares… ese tipo de historias son
las que ponen a la gente en fuga de sus países, y el sólo hecho de
emprender ese camino los convierte en refugiados, es decir, ser
refugiado es una cuestión de facto, no es algo en lo que te conviertas
cuando las autoridades mexicanas te expidan un papel, y sin embargo,
todos estas personas que llegan a México huyendo de la violencia, no
son reconocidas como refugiadas. Y, peor todavía, la mayoría
ingresa de forma irregular al país, y cuando son detenidos y conducidos
a la estación migratoria, nadie les informa que tienen el derecho de
solicitar que se reconozca su condición de refugiados y, por
el contrario, se les deporta, aún cuando su vida corre riesgo si son
devueltos a su país de origen. Así, para las autoridades hay en el
presente sólo mil 756 refugiados en México, pero en los hechos, son
muchos miles más”.
Viernes 13
En Puerto El Triunfo, El Salvador, hay un cerrito que, de la mitad
para arriba, es conocido como colonia Mancilla, y de la mitad para
abajo como colonia El Vaticano.
En la parte de arriba, explica Mauricio, con una voz grave, recién estrenada, que no termina de encajar con su rostro de niño, “gobierna la MS, y en la parte de abajo, los que gobiernan son la Mara 18… yo vivía arriba, pero mi escuela estaba abajo…
y fue el 13 de junio de 2014, un viernes, como a las 4:30 de la tarde,
cuando veníamos saliendo dos compañeros más y yo del bachillerato,
cuando los miembros de la pandilla 18 pasaron en biclcletas, y
cuando nos vieron se regresaron, nos rodearon y nos quisieron golpear,
nos dijeron que nosotros éramos de la zona contraria, de la
que gobierna la pandilla MS, y nosotros les dijimos que no andábamos
nada de eso, que bajábamos porque ahí estaba el centro de estudios, yo
les dije que respetaba su decisión de ser pandilleros, pero que no nos
involucraran con lo demás, y me respondieron que con sólo vivir en la zona donde gobierna la contraria ya era enemigo,
y que no podía yo bajar a su zona, y que agradeciéramos que no traían
armas en ese momento o si no ahí hubiera corrido sangre y no hubiéramos
vuelto a subir…”
Los pandilleros, destaca Mauricio, eran como él, adolescentes de 17 años, con los que incluso había compartido aula en primaria.
Ese día, Mauricio abandonó sus estudios, “y me duele, porque era el primero de la clase, siempre me ha gustado aplicarme… en el bachillerato llevaba mecánica automotriz, y mi sueño es ser ingeniero automotriz,
y ya tenía yo una beca completa asegurada en la universidad, entonces,
es feo que lastimosamente me hayan truncado así el futuro, porque yo no
pude seguir yendo a la escuela, y desde esa fecha permanecí encerrado,
encarcelado, en mi propia casa”.
En tanto, los otros dos compañeros con los que fue amenazado
huyeron a Estados Unidos. Uno de ellos logró llegar, pero el otro fue
detenido en Chiapas y deportado. Su nombre era Cristian
Vanegas, y tres días después de su repatriación a El Salvador, fue
asesinado por la Mara 18.
“Cristian era mi mejor amigo –dice Mauricio–, era muy trabajador,
igual que yo con mi medio-cíber, él tenía su negocio, tenía un taller
de bicicletas que atendía al salir de la escuela, y lastimosamente le
quitaron su futuro, lo balacearon cuando iba en su bici a una
panadería…”
Mauricio hace una pausa, frunce el ceño y lanza un “¡púchica!”, que
es como un “chingao” en México… “Y para mí fue horrible –dice–, porque
él era mi mejor amigo y no pude ni siquiera ir a su vela, porque estaba
encerrado en mi casa…”
Pero el encierro no duró mucho, aunque las cosas nunca mejoraron.
Paula, la mamá de Mauricio, exguerrillera farabundista y vendedora de
quesos hasta hace unos meses, es la que prosigue la narración:
“El 9 de agosto, o sea, poco menos de dos meses después de la primera amenaza, a mi casa llegaron a gritarme, y yo salí, y eran los de la MS, los mareros que gobiernan en la Mantilla y contrarios a La 18… y me dijeron ‘doña Paula, venimos a decirle que, por orden de arriba, su hijo va a pertenecer desde hoy a la pandilla de nosotros’.
Entonces, fue un susto bien fuerte porque, para empezar, por las
amenazas de La 18 mi hijo ya había dejado de estudiar, y luego llegan
los de la otra banda a reclutármelo, y yo les respondí que no se valía, porque yo pagué siempre la extorsión que me cobraban por mi negocio,
yo les tenía que pagar 150 dólares a la quincena, además de que cada
vez que querían ponerle crédito a sus teléfonos iban por los cinco
dólares, por los diez, y también se llevaban quesos de mi negocio, que
era una tiendita chiquita, que yo surtía con queso que iba a comprar a
la ciudad vecina… yo les daba todo lo que me pedían, con tal de que no se metieran con mi hijo,
y así era como me pagaban ellos, pero me respondieron que era una orden
de arriba, y que ya sabía yo lo que pasaba si una orden no se cumplía…”
Paula ríe, con coraje, ante la ironía: “Para tranquilizarme,
me dijeron que a mi hijo no lo querían para andar haciendo mandados,
con armas, como ellos, sino que lo querían para que hiciera cosas con
la computadora, y que por eso, además, tenía que llevar una de sus computadoras que le regalaron el presidente y el alcalde…”
Al cabo exguerrillera, Paula fraguó en ese segundo su estrategia.
“Yo les dije a los mareros que sí –narra con voz serena–,
les dije que estaba bien, pero que me dejaran a mi hijo aunque fuese
esa noche y que al día siguiente él se presentaría con ellos y que llevaría la computadora que pedían… eso fue en la noche del 9 de agosto, y en la madrugada del 10, a las 2:00 de la madrugada, huimos de ahí“.
Paula deja para el final una reflexión, titubea primero, insegura de compartirla, y luego la suelta.
“En el tiempo de la guerra en El Salvador, allá por los años 80, yo tenía 14 años, y en ese entonces fui reclutada, a la fuerza…
un día llegaron los guerrilleros a mi escuela, comenzaron a dar
discursos, se metieron a los salones a hablar y hablar, y al final nos
dijeron ‘ahora ya vas a pertenecer al grupo de nosotros y, si no, pos
aquí quedás’. Y a otros les dijeron que iban a matar a su familia, y
uno, por la vida de su familia, y por la misma vida de uno, optaba por
irse con ellos… y lo mismo hacían las Fuerzas Armadas, llegaban y se
llevaban a los niños… la única diferencia es que antes uno andaba en
las montañas, mientras que las pandillas ahora andan al aire libre,
tienen libertad de andar, no hay gobierno, ellas son el gobierno… por
lo demás, todo es igual: antes, si nos veía uno de las fuerzas armadas
nos mataba, o nosotros a ellos… y las pandillas también, las
pandillas lo que hacen es que si bajas de tu colonia ya eres enemigo,
aunque uno no sea marero, con el sólo hecho de vivir ahí ya estás
amenazado… y era igual en tiempo de guerra, si eras de tal colonia,
eras contrario y te mataban. Yo he vivido la violencia de la
guerra de los 80 y todavía estoy viviendo la guerra, pero ahora de los
mareros… digamos que una guerra y otra guerra son casi iguales: en el
conflicto armado, disparaba uno, el otro contestaba y así se hacían las
grandes balaceras, y así está pasando ahora en el Puerto El Triunfo,
uno tira, el otro contesta, la gente va pasando, y es el que sufre las
consecuencias… varias amistades de nosotros quedaron en medio de las
balaceras y ahí quedaron… tanto en los 80 como hoy… y yo no
quería que mi hijo viviera lo mismo que yo… yo no iba a permitir que a
mi hijo lo reclutaran y se lo llevaran, como hicieron conmigo.”
Melvin
Según las autoridades mexicanas, Honduras y El Salvador son los países que más solicitantes de refugio han arrojado durante los últimos 12 años, entre 2002 y 2014. Y esto, explica la hermana María Magdalena Silva
–coordinadora general de la Casa de Acogida, Formación y Empoderamiento
para la Mujer Indígena y Migrante, CAFEMIM, albergue que atiende a
mujeres solicitantes de refugio, junto con sus familias– se debe a que
los países centroamericanos, sobre todo Honduras, El Salvador,
Guatemala y en menor medida Nicaragua, son países que en la acutalidad
padecen una situación de pobreza muy relacionada con la actividad del
crimen organizado, es decir, no se trata de gente que emigra,
como en el pasado, porque busca mejorar sus condiciones de vida, sino
que migran de manera forzada, migran porque ésa es la única vía de
preservar la vida, y huyen aún a sabiendas de que sus
condiciones de vida incluso van a empeorar… son gente que escapa porque
ya no tenía para pagar las cuotas que cobra el crimen organizado,
porque les mataron a un familiar y van por los demás, porque les
desaparecieron a un integrante de la familia, o porque denunciaron
algún delito y les aguarda la venganza de las bandas de criminales.”
– Y si huyen de países pobres y consumidos por la violencia del
crimen organizado, ¿por qué se quedan en México, que presenta las
mismas condiciones? –se pregunta a la religiosa.
–Ellos salen con la ilusión de llegar a Estados Unidos
–reconoce–. Venir a establecerse a México no es su primera opción, pero
cuando llegan a la Ciudad de México, luego de haber sufrido
innumerables vejaciones en su recorrido por el sur del país, muchos de
ellos se dan cuenta que es sumamente peligroso continuar, en
su cruce por el sur de México han sido asaltados, golpeados, violados,
extorsionados, secuestrados y han visto asesinados a muchos otros que
quedaron en el camino, entonces, muchos resuelven que no
quieren seguir esa ruta llena de peligros, pero tampoco pueden volver a
sus países, y entonces es cuando buscan permanecer en el país, pero de
forma legal, como refugiados. Y en esa odisea, creo yo que la
gente más golpeada, la más vulnerable, son precisamente las mujeres y
los niños, los adultos varones no digo que la tengan sencilla,
pero es más difícil para una mujer enfrentar todos esos retos llevando
a su familia, ellas qué hacen, cómo se mueven, no es que quieran venir
a quedarse aquí, sino que las mismas circunstancias los orillan a huir
y luego quedarse aquí, al no poder avanzar hacia Estados Unidos.
Vilma, maestra hondureña de primaria, refugiada en este albergue junto con sus dos hijos menores, lo explica:
“Yo pensé que estaba en una situación privilegiada, porque allá en Honduras tenia mi trabajo,
tenía mi plaza como maestra del sector público, tenía una profesión que
me apasiona, tenía una casa propia y a mis hijos no les faltaba nada,
quizá no teníamos una situación de lujos, pero todas nuestras
necesidades podía cubrirlas con mi trabajo… y entonces, cinco días
después de semana santa, en abril de 2014, yo salí de mi
trabajo, tomé un taxi para ir a mi casa, y el auto avanzó y a poco paró
y se subió un hombre y junto con el taxista me asaltaron… me
quitaron todo el dinero que traía, y me quitaron mi bolsa, con mis
papeles, papeles de mi trabajo, de mi casa, yo no hice ya nada, di
gracias a dios de que me soltaron sin hacerme nada y como pude llegué a
mi casa, pero esa misma noche me hablaron por teléfono y me
dijeron que a partir de ese momento tenía que darles una parte de mi
salario, para siempre, o se iban en contra de mis hijos… en mi
bolsa yo llevaba documentos con mi dirección, mi teléfono, papeles del
trabajo que decían mi salario y dónde laboraba, traía fotos de mis
hijos… eso fue un jueves, y al día siguiente yo les dije a mis
hijos, una niña de 16 y otro de 12, que les tenía una sorpresa, que nos
íbamos a ir a Estados Unidos… que una amiga nos iba a recibir y que lo había estado preparando en secreto, para no ilusionarlos.”
En realidad, Vilma había trazado su plan de fuga en unas cuantas horas.
Llora al recordar: “con cuánto dolor vi a mis hijos, tan ilusionados,
hacer sus maletas… nos fuimos el viernes, y para el sábado ya estábamos
en Tapachula y ya ahí me acerqué a Migración y pedí refugio… en ese
momento les expliqué a mis hijos lo que ocurría, y que no íbamos para
Estados Unidos, que no había dinero para llegar, y que nadie nos
esperaba allá, y que en México tampoco teníamos nada ni a
nadie, que perderían sus estudios, que no teníamos dónde vivir y que
nunca podríamos regresar a Honduras, porque allá, los criminales se
ponen furiosos cuando uno los desafía, y eso fue precisamente lo que yo hice al negarme a pagar la extorsión y huir.”
–¿Extraña su vida en Honduras? –se pregunta a la profesora.
–Sí… es difícil, no te voy a decir que allá uno viviera con
una gran economía, pero en mi caso yo tenía mi trabajo, tenía mi
familia, y con mi trabajo me ajustaba para tener una vida normal, no
con abundancia, pero si para que mis hijos cubrieran sus estudios
y no faltara nada en la vida, entonces sí, eso se extraña… Se extraña
cuando tienes un trabajo, un empleo seguro, cuando tienes una plaza, y
más si te gusta en lo que trabajas, y a mi me apasiona enseñar, me
encanta dar clases… me llena…
Vilma pide una disculpa y luego llora.
“Soy maestra de primaria y puedo dar clase de primero a
sexto grado, pero a mí me apasiona los grados con pequeñitos y para mí,
yo digo, lo mejor era trabajar en el sector público, porque te
llegan niños con muchas necesidades y los ayudas… en mi trabajo yo
puedo hacer algo humanitario… a mí no me gusta ver a un niño
arrinconado, un niño que sufre…”
Los pensamientos de Vilma viran entonces sutilmente, y pone luz
sobre un punto especial. Ella deja su situación a un lado, y habla del
otro lado del problema, del hueco que queda detrás de los que huyen, en
sus países de origen.
“Melvin es un niño con tanta pobreza –continúa, sin dejar de
llorar– y aparte de su pobreza, la mamá de Melvin tiene problemas
mentales, prácticamente es hijo de una loca, y él está al cuidado de su
abuela, que es una señora como de 85 años… Melvin es un niño
tan afectado por su situación en casa… es de un color amarillito,
pálido, desnutrido, a veces hinchado… y tú sabes que hay niños que son
muy groseros y, ah, cómo lo hacían sufrir… porque llegaba sin zapatos,
con sus orejitas, su carita, sus manitas sucias… y yo lo
animaba, lo limpiaba, lo apoyé para que se incorporara al grupo, y
luego de mucho esfuerzo él ya jugaba, ya hasta hacía travesuras… a
Melvin lo sentaba yo siempre al frente, para poder explicarle…
Al principio Melvin no jugaba, él se paraba en la puerta y miraba a los
otros niños correr, jugar, y le decía yo “andá a jugar, Melvin”, y él
sólo hacía con su cabecita que ‘no’… así fue primero y segundo grado, y
ya en tercer grado empezó a soltarse un poquito, había veces que
incluso él ya se atrevía a hacer travesuras, a molestar inocentemente a
sus otros compañeritos, y yo lo miraba y me hacía la que no veía… y
luego de mucho esfuerzo él comenzó a cobrar seguridad en sí mismo, ya
él jugaba la pelota, ya se defendía, me encantaba –y llora más–
entonces, cuando me preguntan qué extraño de mi país, extraño esas
cosas…”
Vilma, como Paula, se guarda una reflexión para el final, pero en su
lugar, no duda un instante en lanzarla, y con ella las lágrimas se
cortan.
“Ahorita, México parece muy seguro en comparación con Honduras, pero Honduras era así como México hace algún tiempo.
Y entonces, México debe de poner las barbas en remojo. En tu país te
das cuenta, te horrorizas ante las barbaridades que se cometen. Y jamás
se te ocurre que eso te puede pasar a ti… Y lo que está pasando en
Honduras, lo que me hizo a mí huir, también está pasando aquí, en
México. Eso hay que reconocerlo, para impedir que los niveles de
violencia se vuelvan tan incontrolables que la única opción de vivir es
escapar, como ya ocurre en mi país.”
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