Heredero del megaproyecto
del istmo de Tehuantepec de Ernesto Zedillo (1996) –luego renombrado
Plan Puebla-Panamá (Fox, 2001), Iniciativa Mesoamericana (Calderón,
2008) y Zona Económica Especial del Istmo (Peña Nieto, 2016)–, el
Corredor Interoceánico de Andrés Manuel López Obrador parece destinado a
reproducir la misma lógica neoliberal.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) de 1994
formó parte del entramado jurídico-político de la dominación de clase
del capital. Desde entonces, los derechos corporativos derivados de la
imposición del TLCAN significaron una profunda ruptura del contrato
social del Estado de bienestar, y los derechos de los pobres y los
trabajadores fueron arrasados por la
tiranía privada depredadora(Chomsky dixit), que demolió también, vía una violencia reguladora, la jerarquía y la pirámide normativa del sistema de protección de los derechos humanos.
El TLCAN no fue diseñado para promover el bien social; tampoco un
acuerdo entre la gente de los tres países de América del Norte para
aprovechar los beneficios mutuos del intercambio de productos y
servicios en función de sus ventajas comparativas. Fue un pacto que
elevó el estatus legal de los grandes inversionistas y, simultáneamente,
vinculó y subordinó el poder económico del Estado a los intereses
corporativos, a la par que erosionó el compromiso y las opciones del
Estado para proteger a la ciudadanía. Un fin central del TLCAN fue
desarmar a los pueblos originarios para despojarlos de las herramientas
de identificación, expresión, cultura, resistencia y capacidad
transformativa que puede brindarles la soberanía nacional y la
existencia de un Estado legítimo. El desarme del Estado mexicano frente a
los intereses corporativos adquirió características trágicas, al
convertirse en promotor y certificador de las operaciones privadas de
los inversionistas. Particularmente grave resultó el acelerado
desmantelamiento de la Constitución de 1917, que había introducido los
derechos sociales y subordinado el derecho privado de la propiedad al
interés común.
La violencia estructural del sistema capitalista –la acumulación de
la riqueza de una minoría a costa de la pobreza y la destrucción
medioambiental y cultural de los pueblos– se incorporó al tratado de
manera transversal. La contrarreforma del artículo 27 Constitucional,
que modificó la propiedad de la tierra ejidal y comunal, supuso una
expropiación de derechos y garantías sobre el uso y pertenencia de la
tierra y los bienes naturales. Esas prácticas se presentaron como
pretendidas políticas de desarrollo, pero fueron verdaderas acciones de
despojo a las que, posteriormente, se les proporcionó cobertura legal.
Bajo la lógica de la contrainsurgencia, los regímenes neoliberales
echaron mano de la violencia estatal, paramilitar y criminal para
generar terror y miedo, como parte de una estrategia de control de
territorios y poblaciones; esquema de violencia institucional que
utilizó ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones forzadas,
la tortura sistemática, el desplazamiento forzado de población y la
apropiación de tierras para imponer políticas económicas que responden
al interés de la plutocracia y atacan los derechos e intereses del
pueblo pobre mayoritario.
Como parte de un proceso de
desvío de poder−una transformación del aparato estatal que, a la vez que reforzó, mercenarizó (tercerizó) y actualizó una tremenda capacidad punitiva−, el Estado, en un giro reaccionario histórico, abandonó toda preocupación por el bienestar de la población, abolió la esfera pública, liquidó a la sociedad e instauró un socialdarwinismo delincuencial y mafioso, violando todas y cada una de las conquistas históricas de los pueblos.
Esa regresión salvaje en el ejercicio del poder consistió en el uso
−por parte de los gobiernos, representantes políticos y poderes
fácticos− de las capacidades económicas, políticas, culturales y
jurídico-institucionales del Estado con el propósito de satisfacer o
beneficiar intereses plutocráticos, en contra o en detrimento del
interés público y general de la población, y a costa de desatender las
condiciones mínimas de reproducción y desarrollo de la vida social y de
supeditar el ejercicio de los derechos individuales y colectivos del
grueso de la ciudadaníaa dinámicas económicas ajenas a sus intereses. La
función prioritaria del Estado se reformuló para convertirlo en
organizador y/o ejecutor del despojo y las expropiaciones, de la
transformación y destrucción de la estructura productiva y de la
implementación de masacres, represiones y numerosas violaciones de
derechos necesarios para el quiebre del tejido social comunitario. En su
artículo 2, la Constitución reconoce los derechos de los pueblos
indígenas a la libre determinación y autonomía, incluyendo el derecho a
la consulta libre e informada, aunque de forma inadecuada. De todos
modos, al reconocer México los tratados internacionales, se deberá
entender que el Estado tiene obligación de reconocer dichos derechos más
allá de la contraria restricción constitucional. Los instrumentos donde
constan esos derechos son el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales y la
Declaración de Naciones Unidas sobre pueblos indígenas. Esas garantías
deben reconocerse hoy de manera efectiva, en lo referido a la autonomía
política, a la propiedad de sus tierras y a ser consultados sobre los
megaproyectos que pueden afectarlos directamente, como el Corredor
Interoceánico y el llamado Tren Maya.
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