Editorial La Jornada
Luego de una reunión entre
el embajador de Estados Unidos en México, Christopher Landau, y los
secretarios de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo Montaño;
de la Defensa, general Luis Cresencio Sandoval González; de Marina,
almirante José Rafael Ojeda Durán, y de Relaciones Exteriores, Marcelo
Ebrard Casaubon, entre otros funcionarios, el primero manifestó el
compromiso de su gobierno de detener el tráfico de armas de procedencia
estadunidense que ingresan a nuestro territorio por la frontera común,
así como el de
desburocratizarlas respuestas institucionales de Washington ante ese grave problema.
El encuentro fue acordado en una conversación telefónica sostenida la
víspera entre los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Donald
Trump, a raíz de los sucesos del jueves de la semana pasada en Culiacán,
Sinaloa, en los que los sicarios emplearon armas de guerra de calibre
.50 fabricadas y vendidas en el país vecino.
Cierto es que, además de los orígenes socioeconómicos de la violencia
que padece México, un factor central en el empoderamiento de la
delincuencia organizada ha sido la absoluta falta de control en estados
como Arizona, Nuevo México y Texas en lo que se refiere al comercio de
fusiles de asalto de uso militar y otros armamentos aun más letales: se
calcula que diariamente cruzan la frontera unos 500 de estos artefactos,
en promedio, procedentes de las más de 7 mil tiendas de armas
establecidas en esas entidades fronterizas, a ciencia y paciencia de las
múltiples dependencias de Washington encargadas de vigilar la línea
divisoria.
Así, mientras Washington ha exigido durante décadas a México que
detenga el trasiego de estupefacientes ilícitos, incluso a un precio
exasperantemente alto en vidas, descomposición institucional y
desintegración social, las autoridades estadunidenses han sido reacias a
constreñir en alguna medida el libertinaje en la tenencia de armas y
han sido sistemáticamente omisas en el control de las exportaciones de
armamento a nuestro país. Se ha configurado, de esa forma, una relación
asimétrica y profundamente injusta.
Sin duda, la violencia delictiva en el territorio nacional, el
control de extensas zonas de la nación por parte de la delincuencia
organizada –dolorosamente confirmado el jueves en la capital sinaloense–
y la aguda inseguridad que padece la población son fenómenos
multifactoriales, pero es innegable que en esas situaciones tiene un
peso específico el hecho de que México ha sido convertido, tanto por los
intereses corporativos del llamado
complejo militar-industrial, como por las estrategias erradas de gobiernos nacionales anteriores, en un vasto mercado para la industria armamentística estadunidense.
Tal circunstancia debe culminar a la brevedad y el acuerdo entre el
representante de Washington y los funcionarios mexicanos que fue
anunciado ayer parece ser un paso positivo en ese sentido. Ahora es
necesario verificar su cumplimiento por las autoridades del país vecino.
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