En 1999 un poderoso y
contradictorio movimiento estudiantil –agrupado en el Consejo General
de Huelga–, logró echar atrás una de las medidas más agresivas del
neoliberalismo en México: la imposición de cuotas en la UNAM. Aquel
movimiento ayudó también a comprender cómo es que, al seguir las
recomendaciones del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y
de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, los
gobiernos mexicanos adoptaron como suyo el proyecto de privatización,
desnacionalización y desmantelamiento de la educación.
Trece años después, con la llegada de Peña Nieto a la Presidencia y
de Aurelio Nuño a la Secretaría de Educación Pública, otra embestida de
gran escala contra la educación en México se puso en marcha. Bajo la
máscara de una reforma educativa, se impulsó una contrarreforma laboral
que afectaba directamente a los y las maestras y a sus organizaciones
críticas. Si con cárcel y sangre se buscó imponer la contrarreforma, con
organización y resistencia cotidiana se echó para atrás.
Existen más ejemplos de corrientes que defienden la educación pública
en México, entre ellos el Movimiento de Aspirantes Excluidos de la
Educación Superior que puso a debate el que el Estado Mexicano incluyera
a la educación media superior y superior entre sus obligaciones, o los y
las normalistas que han resistido a todo: al descrédito, a los recortes
presupuestales, a la represión directa e indirecta, incluidos el
asesinato y la desaparición forzada.
A pesar de las resistencias, el discurso y las prácticas neoliberales
ganaron terreno en los espacios educativos y en la opinión pública. Se
reformaron planes y programas de estudio para hacer la educación más
funcional al mercado, al tiempo que se impulsó la creación de miles de
instituciones educativas privadas, muchas de ellas con cuestionables
contenidos, métodos e instalaciones.
En los medios de comunicación se difundió un discurso de desprestigio
a la figura del docente y de las instituciones de educación pública. La
estrategia también implicó acusar a trabajadores y estudiantes, con sus
respectivas organizaciones y movimientos, de ser responsables del
deterioro de la educación y los espacios educativos. El objetivo era
probar la insostenibilidad económica y la ingobernabilidad de las
instituciones, para así justificar su desmembramiento, restructuración
y, en el peor de los casos, su cierre.
En el caso de las universidades estatales, la lógica clientelar y
corporativista sobre la que se levantó el priísmo sirvió como terreno
fértil para impulsar la agenda neoliberal. Muchas de esas instituciones
fueron convertidas por partidos políticos y gobiernos locales en
instrumentos que les garantizaron recursos económicos, favores políticos
y hasta grupos de golpeadores. Como ejemplo bastaría revisar los
pequeños imperios que se han construido en torno a la Universidad de
Guadalajara o la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
En semanas recientes se ha puesto nuevamente a debate el
financiamiento a las universidades públicas estatales, sobre todo
después de que nueve de las 34 existentes se encuentran en crisis
financiera. La respuesta de la actual administración federal frente a la
exigencia de mayor presupuesto fue la de no
ceder a chantajes. Así, el jefe del Ejecutivo vuelve a desarrollar la estrategia de amenazar con quitar recursos a las universidades si éstas no se liberan primero de la corrupción.
Con tal estrategia, López Obrador se pone en contrasentido de una
demanda histórica de la sociedad mexicana: la de otorgar mayor
presupuesto a la educación pública, incluyendo a la educación superior y
media superior. Al mismo tiempo, el Presidente contribuye al
desprestigio de las universidades estatales, pues sin reconocer las
contribuciones que éstas hacen en materia de investigación, docencia y
difusión, únicamente las exhibe desde sus problemas y contradicciones.
Mejor medida sería llevar ante la justicia a los grupos de poder que
crecieron a costa de destruir a dichas universidades, los cuales
disfrutan de otras fuentes de poder, riquezas e impunidad, incluyendo al
propio partido de López Obrador. Este es el caso de Gerardo Sosa
Castelán y su Grupo Universidad en el estado de Hidalgo, conocidos como
la Sosa nostra y con quienes Morena hizo alianzas para las elecciones de 2018.
Mayor presupuesto para todos los niveles de educación no debería
estar a debate. Romper las alianzas políticas y pactos de impunidad
desde lo local hasta lo federal, en la educación básica, media superior y
superior, rendiría mejores frutos.
Como resultado de luchas pasadas, la Constitución mexicana establece
en su artículo tercero que la educación desde su fase inicial hasta el
nivel superior es un derecho. También dice que al Estado mexicano le
corresponde garantizar que además de obligatoria, sea universal,
inclusiva, pública, gratuita y laica. Eso debería quedarle claro a la
actual administración: el acceso a la Universidad es un derecho y, como
tal, no es negociable.
* Sociólogo
Twitter: @cancerbero_mx
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