Los sucesos ocurridos la
semana pasada en Culiacán evidenciaron de manera alarmante la fragilidad
del Estado mexicano a la hora de enfrentar al crimen organizado.
No sólo eso. Las fallas, las precipitaciones y la falta de
coordinación en el operativo para la detención de Ovidio Guzmán, uno de
los herederos de El Chapo, dejan al descubierto la ausencia de una estrategia clara, precisa, bien definida, por parte del gobierno lopezobradorista.
El Presidente de México ha sido insistente en que la guerra contra el
narcotráfico se acabó, que no habrá más persecuciones ni más muertos.
Pero eso no basta. La estrategia de López Obrador para poner fin a la
violencia no termina de entenderse. No es clara ni se sabe con precisión
en qué consiste.
La inseguridad no se ha frenado y se siguen sumando cadáveres,
descuartizados y desaparecidos. La lastimosa experiencia en la materia
ha demostrado una y otra vez que el descabezamiento de los cárteles no
es la mejor estrategia. Ante la falta del líder, los subalternos pelean
por el liderazgo, provocando aún más confrontaciones y violencia.
Lo sucedido en la capital de Sinaloa no es más que la consecuencia de
años de mala gestión en la lucha contra el crimen organizado, pero
también de las redes de corrupción y complicidades que han sido tendidas
durante años a lo largo y ancho del país y que nadie sabe a ciencia
cierta de sus verdaderas dimensiones y alcances.
Es evidente que el país requiere con urgencia de un cambio radical en
su política de seguridad. México ha pagado un alto costo al empeñarse
en una absurda política prohibicionista de las drogas, así como en una
irracional guerra.
El asunto requiere, desde luego, de la mayor atención del gobierno y
de las instituciones nacionales. El Estado debe hacerse presente y
buscar los apoyos no sólo de Estados Unidos –el principal consumidor de
drogas en el mundo y corresponsable en el problema que nos aqueja como
nación–, sino de otros países.
La petición formal del gobierno mexicano a Donald Trump para que
ponga mayor atención al control y trasiego clandestino de armas hacia
México pareciera ser un intento, al menos, de poner ese delicadísimo
tema sobre la mesa, pero no resulta difícil adivinar que será
desatendido. Las autoridades de nuestro país deben iniciar y llevar
hasta sus últimas consecuencias una investigación a fondo sobre el
tráfico de armamento que, todos sabemos, existe desde Estados Unidos
hacia territorio mexicano y, fundamentalmente, conocer cómo es que va a
parar a manos del crimen organizado.
En el contexto de la reciente 74 Asamblea General de la ONU se llevó a
cabo un foro donde fueron revisadas las políticas internacionales sobre
drogas. La discusión fue particularmente relevante para nuestro país.
La primera gran conclusión consistió en que ningún país por sí solo
podrá resolver ese flagelo y que, en este contexto, el multilateralismo
representa la mejor opción de la que se dispone para hacer frente a las
múltiples facetas del fenómeno de las drogas en el planeta.
Las políticas más imaginativas e innovadoras impulsan hoy la idea de
una regulación responsable, contraria a la despenalización
indiscriminada. Desde luego no se trata de promover el consumo de
drogas, sino de regularlo sobre dos vertientes fundamentales: los
derechos humanos y la salud pública. México apoya esta propuesta en el
concierto internacional.
Ampliar el abanico de opciones permitiría tener una visión más
general de la venta de drogas y, hasta ahora, se han consolidado tres
ejes fundamentales para alcanzar una más razonable política
internacional: equilibrio, integralidad y responsabilidad global
compartida.
En cuanto al primero de los ejes, el equilibrio, resultaría
importante recuperar el balance, es decir, dar el mismo valor y el mismo
empuje a los compromisos para reducir la oferta que para disminuir la
demanda. Respecto a la integralidad se subraya la importancia de no
continuar con acciones fragmentadas, que de poco o nada han servido.
Y sobre el tercer eje, se plantea tratar de sumar a todos los Estados
en la búsqueda de soluciones más allá del papel que ocupen en la cadena
del mercado ilícito de las drogas.
El reto, se establece a modo de conclusión, es pasar del discurso a
la instrumentación de las recomendaciones, a fin de evitar que continúen
las políticas que han generado muchos más daños que las sustancias
mismas.
La gravedad de los recientes acontecimientos, la respuesta fallida de
la autoridad y los históricos saldos negativos de una lucha sangrienta
–que ahora sabemos– también desigual, muestran la urgencia de un golpe
de timón que modifique el rumbo. Pareciera ser ésta la hora, pues, de
seguir la receta, buscar aliados en el mundo y cambiar en los hechos, ya
no en el discurso, esta estrategia equivocada contra las drogas.
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