Cunde por el país una ola de nostalgia que parece peligrosa. Muy diversos sectores, de todo el espectro ideológico, están tomando posición respecto a la
presidencia imperial, que fue rasgo central del régimen político mexicano a lo largo del siglo XX.
Hay quienes dan por sentado que está en operación y la impulsan o la
resisten. Entre quienes la consideran ida, unos suspiran por ella y la
quisieran de regreso, mientras otros muestran su preocupación por lo que
ven como síntomas de ese ejercicio e intentan prevenir su restauración.
Enrique Krauze acuñó esa expresión como una variante de la
dictadura perfectade Vargas Llosa, para poner énfasis en la voluntad presidencial como rasgo central de la hegemonía del PRI desde los años 20.
El planteamiento daba expresión analítica formal a ciertas
circunstancias conocidas y reconocidas. Cuando apareció en 1997 parecía
especialmente oportuna: era el momento de escribir el obituario de ese
régimen.
El libro de Krauze reflejó sus sesgos ideológicos y metodológicos,
que fueron oportunamente señalados. Pero la expresión pegó por buenas
razones: describía bien un estado de cosas.
El partido hegemónico y la estructura gubernamental estaban
claramente construidos en torno a la figura presidencial, la cual
ejercía un poder prácticamente ilimitado en el país entero. Mientras las
dictaduras personales de otros países sólo podían funcionar mediante la
destrucción abierta de la fachada democrática, en México se le mantuvo
siempre. La renovación sexenal del monarca y otros dispositivos trataban
de mantener la ilusión.
El desmantelamiento de ese régimen político no puede atribuirse a las fuerzas que impulsaban un ejercicio
democráticomás convencional. Se realizó desde adentro. Miguel de la Madrid, que sustituyó a la vieja clase política por un grupo tecnocrático el día que tomó posesión, inició una serie de golpes de Estado incruentos para
normalizarel sistema en los términos del credo neoliberal que se adoptó acríticamente. Carlos Salinas empleó a fondo todos los dispositivos del viejo régimen… contra él. Ernesto Zedillo profundizó la labor de zapa.
En 2000 quienes integraban la vieja clase política parecían gallinas
sin cabeza: no sabían actuar sin su jefe máximo. Tendieron a reproducir
el único estilo político que conocían en los estados en que aún
gobernaba el PRI y formaron así una coalición inestable de mafias
locales y regionales, de afiliaciones múltiples, que usaban o no las
siglas del PRI como si fueran una franquicia.
Fox y Calderón emplearon de manera corrupta e incompetente lo que
quedaba de la maquinaria del viejo régimen y terminaron de disolverla.
A pesar de las apariencias y las inercias, Peña Nieto no representó
una restauración. Nunca llegó a tener el poder de sus predecesores. Fue
expresión menor de fuerzas políticas y económicas que controlaban la
voluntad presidencial…y el país, dentro de un régimen de transición.
Andrés Manuel López Obrador encabeza el Poder Ejecutivo cuando la
presidencia imperialresulta ya imposible. Hay presiones para restaurarla, pero a pesar de sus cualidades personales, su astucia política y la popularidad que aún mantiene, las expresiones de su voluntad personal no tienen el efecto que antes tenía la figura presidencial.
Dentro del aparato gubernamental, en los tres poderes y niveles,
numerosos funcionarios llevan hasta la parálisis su devoción por el
Presidente y se muestran decididos a obedecerlo ciegamente. Pero hay
también personas y fuerzas que resisten la voluntad presidencial, tanto
en la orientación general de su política como en instrucciones
específicas.
La contradicción abierta con el mandatario era imposible y, de hecho,
impensable en el viejo régimen. Quien se atreviera a practicarla sabía
que era políticamente suicida y en general estéril. Hoy se manifiesta en
todas las esferas y niveles del gobierno.
La virtual extinción de los partidos políticos, la operación
fragmentaria de Morena, la recomposición política en todas las escalas y
esferas de la sociedad y el gobierno así como otros muchos factores,
como la coyuntura internacional, crean una situación peculiar que parece
justificar la nostalgia por mecanismos del pasado que despejen la
confusión reinante y pongan orden en el funcionamiento general.
La creciente fragilidad del nuevo gobierno, sin embargo, al aumentar
los desencantos de buena parte de quienes pusieron en él su esperanza
así como las presiones de las fuerzas acostumbradas a gobernar el país,
no puede remediarse con dispositivos que ya no existen.
Crece así la incertidumbre, ante una coyuntura muy riesgosa. Se hará
aún más evidente el carácter despótico de lo que seguimos llamando
democracia, como ocurre en casi todo el mundo. Pero las formas que ese proceso tomará entre nosotros son todavía imprevisibles; sólo sabemos que no podrá ser con la
presidencia imperial, a pesar de sus nostálgicos adeptos.
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