Los medios de
comunicación masiva y las redes sociales con ellos se inundaron de
repente. Los sucesos de Culiacán dispararon las ondas hertzianas a una
velocidad e intensidad pocas veces vista. La oportunidad de golpear la
eficacia del gobierno en su diseño de seguridad, se juzgó imposible
ocasión para dejarla pasar. Los tiros se dirigen a la cabeza y, otros
adicionales, al gabinete de seguridad. La imagen del país ha sido, según
esta rasposa narrativa, dañada tal vez de manera irreparable. Los
adjetivos terminales vuelven a relucir y no dejan ángulo a la
intemperie. De pronto, el doctorado en inteligencia militar, la maestría
en operativos encubiertos, la evidencia de un mando nacional
subordinado a los mandatos trumpianos, tapizaron las columnas y reportes
de los diarios. Los
profundosartículos recomendando vías alternas para atrapar a un capo y las alternativas que se deben considerar para ello resuenan por doquier. Y, lo que puede coronar la andanada mediática: la alegada moralina presidencial como sustituta de los mandatos de ley. Es, precisamente aquí, donde la crítica cree haber encontrado la ruta segura para desarmar la imagen presidencial.
Dada la presente situación y sus rispideces, cabría entonces
preguntarnos de qué está hecho el aprecio público para con la figura del
presidente López Obrador. Sin duda de un reconocimiento a las
motivaciones y propósitos que alberga, tanto en su persona como en su
quehacer cotidiano al frente del Ejecutivo federal. Expresar, con
apertura y sinceridad, sus íntimas y políticas convicciones, no lo
convierte en un predicador tomando por asalto su púlpito, aunque muchos
lo intentan describir así, en un despliegue concertado y multitudinario.
Su efectiva presencia popular, que millones de mexicanos aprecian, por
cierto, lleva inscrita toda una letanía de actos amorosos para con los
demás. El Presidente es un individuo que no se avergüenza de sus
sentimientos. Tampoco le dan pena sus creencias ideológicas, literarias,
éticas, familiares o religiosas porque le pertenecen, las trabaja y las
desea compartir. Lo que va viviendo lo expresa, una y otra vez, con el
desparpajo que lo presenta, tal cual es, y de esta manera quiere ser
visto así. La apertura que muestra, cotidianamente, no pretende
convencer a los críticos o rivales sino que la orienta para que lo oigan
aquellos a los que van dirigidos sus pensamientos y acciones: que son,
qué duda, la mayoría.
Los sucesos sinaloenses fueron, son y serán, asuntos de gravedad, de
prueba y enseñanzas indudables. Toda la terrible situación de violencia
organizada que se padece lo es. Nadie puede alborotarse, ni llamarse
ahora a sorpresa, por lo que ha vendido aconteciendo en los últimos 15
años. Pero lo desatado en Culiacán con la malhadada tentativa de
aprehensión frustrada, no es, ni menos forzosamente implica, la
rendición del Estado frente a los delincuentes como tantas voces
sostienen. La generalización es, en efecto y por lo demás, grosera. Aquí
seguimos de pie y ocupados en nuestras acostumbradas labores. Estados
nacionales en entredicho hay varios, algunos bastante cercanos: Chile y
la rebelión de sus ciudadanos frente a un modelo agotado por injusto y
represivo es uno de ellos. Los caricaturistas han hecho su agosto
transportando las palabras presidenciales acerca de la factible
acusación de los encapuchados (rompe marchas) con sus progenitores. Eso
no debilita a López Obrador, sino que lo acerca a moldes y costumbres
que guardan herencias bien implantadas en el consciente colectivo. La
alharaca, electoralmente montada en otro tiempo, por achacar similitud y
parecido al ex presidente Fox con una alocada chachalaca ahora
encuentra, finalmente, concreción y realidad.
De lo que, en verdad, deseaba escribir ha quedado relegado como
efectivo eje de realidad, pero no se olvida ni minimiza. Se trata, una
vez más en este espacio, de traer a colación el enorme, injusto y hasta
ahora, al parecer, indetenible deterioro de la calidad de vida de los
trabajadores mexicanos. Llegar a tomar sólo 26 por ciento de los
ingresos anuales de esta nación (PIB) es una vergonzosa afrenta. Allá
por finales de los años setenta el pastel se repartía 40 por ciento para
el trabajo y 60 por ciento al capital. Tales cifras son reveladoras del
enorme deterioro que la población asalariada, año tras año, ha padecido
durante la larga fiesta acumuladora del ingreso. Un modelo
afortunadamente en descrédito y cambio. No puede, ni debe, ningún
acontecimiento, por más voraz que sea –y lo de Culiacán es sólo uno–
apartar la mirada de esta terrible tragedia cotidiana. La postración,
forzada desde las cúspides del poder –privado y público– de millones de
mexicanos, es una real y palpitante vergüenza colectiva. Y lo notable es
que pasa casi desapercibida (en verdad soslayada a propósito) para
innumerables críticos, lectores, académicos, locutores y teóricos de la
seguridad que tanto peroran en estos aciagos días.
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