En materia internacional, el tema asume una importancia especial. Todas las naciones celebran convenios mundiales que tienen como objetivo listar los derechos humanos que, como consecuencia de ello, se convierten en normas de cumplimiento obligatorio. En nuestro país, para ello, el artículo 102 constitucional consagra la obligación del Congreso de la Unión y de las legislaturas de los estados de establecer organismos que protejan los derechos humanos que ampara el orden jurídico mexicano
.
Nadie ha puesto en duda la facultad de México de participar en las comisiones internacionales que se constituyan para esos efectos y la obligación de crear “organismos de protección de los derechos humanos, que ampara el orden jurídico mexicano (artículo 102 constitucional) que, en efecto, se han constituido de la misma manera que en el orden internacional.
Debo confesar que yo tuve el privilegio de ser designado miembro del Consejo de la primera Comisión de Derechos Humanos para el Distrito Federal y, por tanto, no me falta alguna experiencia en la materia.
Dejando a salvo la observación de que la expresión me parece redundante, porque estoy convencido de que sólo las personas, físicas o morales, son acreedoras de esos derechos que, en caso alguno, corresponden también a los animales.
Hecha esa salvedad, otro tema que me preocupa más aún es el de la supuesta eficacia de esas comisiones en el mundo nuestro o de los convenios internacionales sobre el particular que México ha suscrito. Porque no tengo la menor duda de que esas garantías, listadas en la Constitución, se violan de manera reiterada y no parece que hayamos encontrado el remedio para hacerlas efectivas, independientemente de que en el mismo artículo 102 se establecen excepciones que no dejan de tener importancia.
Pensemos en los convenios internacionales. Todos los días vemos en los medios de comunicación que un determinado país viola sistemáticamente derechos humanos. Y no digamos, sobre todo ahora en que respecto de México las violaciones son casi permanentes, atribuibles a las fuerzas armadas o a las policías.
Pero la pregunta es: ¿Cuál es la sanción?
En el plano internacional se suele considerar que la guerra entre los países afectados puede ser la sanción que esas obligaciones provocan. Pero lo cierto es que en el derecho, la facultad de sancionar no corresponde a las partes interesadas y que, en definitiva, un sistema jurídico que no prevea castigos por la violación a sus normas, será la que se quiera (por ejemplo, un código moral), pero no una disposición jurídica. La guerra internacional no la impone un tribunal, por mucho que haya listado los derechos humanos que claramente se violan por algún país. Lo mismo puede decirse del orden interno. Si no hay un aparato legalmente constituido que haga efectivas las sanciones, los famosos derechos humanos se convierten en un mito.
Hay que recordar que en nuestro orden interno, cuando una comisión comprueba la violación de unos derechos humanos, su máxima facultad es hacer llegar a la autoridad responsable una atenta recomendación para que no se siga portando mal. Esa recomendación no puede ir acompañada de una amenaza de sanción, mucho menos de una condena.
De ello deriva que cuando el derecho no se cumple y no existen medidas coactivas que puedan hacerlo efectivo, la norma violada será lo que se quiera, menos una norma jurídica. Un derecho sin coacción no es derecho.
Hay, además, las excepciones que la propia Constitución establece y cuya importancia no es necesario destacar. Las resoluciones del Poder Judicial de la Federación, que son más que frecuentes, no pueden dar motivo a recomendaciones. Pero, además, no hay competencia de las comisiones cuando se trata de asuntos electorales, laborales y jurisdiccionales.
Y quedándonos en lo laboral: ¿Cuántas veces no se ha violado descaradamente por el gobierno actual el Convenio 87 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación? Y por muchas protestas presentadas ante la comisión especializada de la OIT, las autoridades siguen tan flamencas en su posición violatoria.
Con la globalización como pretenso régimen sustituto del bilatelarismo de la posguerra, se llegó incluso a pensar en un régimen universal de mercado unificado, democracia representativa y derechos humanos en expansión para todos.
La ruta así imaginada no contaba con las veleidades y compulsiones del desarrollo desigual, que la Gran Recesión volvió lugar común por lo menos durante unos meses. Para los mexicanos, al despuntar la nueva década del tercer milenio, estas disonancias tempoespaciales se han condensado, apenas entrado el año, en una auténtica crisis de derechos humanos que la democracia alcanzada y encarnada en el Congreso, la Suprema Corte y el Poder Ejecutivo de la Unión no pueden evadir. El costo de hacerlo sería mayúsculo.
La primera manifestación de esta crisis fue la estridente negativa del secretario de Marina (Armada, se dice ahora) a aceptar una recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) so capa de proteger a su gente. Dejo de lado las referencias del secretario Francisco Saynez a “los que amarran navajas” y vulgaridades similares, indignas de un militar de alto rango y, sobre todo, de un secretario de Estado. Lo que no puedo es dejar de citar el siguiente párrafo que debería llevar al gobierno y al Congreso a un serio examen. Dijo el secretario:
Continuaremos con la lucha contra la delincuencia y el narcotráfico, actuando por cuenta propia o en coordinación y cooperación con otras dependencias del gobierno federal, incluso de países amigos
. Que se sepa, nadie, más que el presidente, con la aprobación del Senado, puede coordinarse con países amigos
para perseguir enemigos o sembrar árboles. Si así se ven las terribles cosas de la vida y la muerte desde la Marina Armada
, poco o nada se puede pedir para que vea y haga sobre los derechos humanos (La Jornada, 19/01/11, p5).
La segunda muestra de la mencionada crisis encarna en el sacrificio inhumano de los inmigrantes centroamericanos, conocido por todos y llevado valientemente a cuestas por el padre Solalinde y sus compañeros de causa. Más que de una crisis, deberíamos hablar aquí de acontecimientos que nos llenan de vergüenza y que deberían abochornar sin clemencia a nuestra arrogante opinión pública, al gobierno, al Congreso y a todos los que presumimos de ser parte de la comunidad política nacional.
Los crímenes son conocidos, pero su secuencia y consecuencias no tanto. En noviembre de 2010, en Puerto Vallarta, se realizó el cuarto Foro Global de Migración y Desarrollo, organizado por el gobierno de México. El eje principal de sus discusiones fue el de las alianzas entre naciones emisoras, de tránsito y destino de emigrantes, para formular políticas más balanceadas e integrales
. Es decir, para buscar una corresponsabilidad más activa y eficaz entre los estados.
No sobra reiterarlo: la migración es el fenómeno avasallador de nuestro tiempo global, cuestiona concepciones cerradas y racistas sobre la ciudadanía y pone en el centro desafíos abiertos a la validez universal de los derechos humanos. De aquí la necesidad de esas alianzas y de un entendimiento civilizado del tema.
Lejos de la playa, hemos de admitir que no hacemos honor a esa convocatoria cuando apelamos a la corresponsabilidad de Centroamérica y le echamos por delante la afirmación de que la criminalidad empieza con ellos, como hizo un subsecretario de Relaciones. Tampoco lo hacemos cuando el gobierno federal descalifica la información de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre la cantidad de inmigrantes afectados por los criminales y convierte el cálculo en litigio mediático. (Tantos muertos para ti, tantos para mí).
Menos aún cumplimos con nuestros dichos y compromisos internacionales al soslayar el origen de fondo de la migración masiva: la falta de desarrollo, empleo, justicia y civilidad. Todo se vuelve conjetura forense, cuando este reconocimiento elemental y firmado por el gobierno debería ser el principio de un diálogo mesoamericano para la corresponsabilidad y la cooperación, el desarrollo, respeto y cuidado irrestricto de los derechos humanos, que, o son universales o, simplemente, no son.
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