Había sido tan eficiente ese secuestro de la verdad que nos habíamos habituado a remplazarla por la sospecha. Atábamos cabos y concluíamos, de manera indirecta, que son minoría los gobernantes honestos; que Washington gira órdenes a los presidentes sumisos y trastoca las soberanías; que en Occidente se gobierna en función de los intereses del capital –por muy demócratas y hasta socialdemócratas que se digan los gobernantes– y no para satisfacer las necesidades de la gente. Analizábamos. Especulábamos. Ahora estamos confirmando nuestras hipótesis, una a una, sopeándolas en el caldo agridulce, balsámico y doloroso de la verdad.
Ellos, chavas y chavos audaces, responsables hasta la exageración, y perseguidos por los máximos poderes planetarios, se dan cuenta de lo que han hecho y actúan en consecuencia. Ninguno supera la cuarentena; parece ser que pocos de ellos llegan a la treintena. Viven a salto de mata, escondidos hasta de su aliento, huyendo de un peligro más que real. No duermen. Actúan con la prisa que les falta a los condenados a muerte porque ellos están, en cambio, condenados a vivir. Van a fondo. Se esmeran en hacer lo que está más allá de sus energías y más allá de las mezquinas 24 horas. Saben que en cualquier momento puede caerles encima un enjambre formado por las agrupaciones policiales de una docena de países. Están al tanto de la furia que han causado. Saben que las maquinarias del poder trabajan para forzar las ideas, la lógica y el sentido de las palabras hasta lograr que el esclarecimiento y la transparencia se vuelvan sinónimos de terrorismo.
¿Y por qué? Pues porque han infligido al poderío estadunidense el mayor da- ño desde septiembre de 2001. La arrogancia del imperio no se había cimbrado así desde hace muchos años, o más bien desde nunca. Y peor: los ataques terroristas contra Nueva York y Washington dieron a Bush el pretexto que requería para restaurar la dominación militar planetaria.
Las revelaciones sobre la ruindad institucional de la diplomacia gringa, en cambio, sólo les aporta vergüenza, y ningún motivo de orgullo, recuerdo u homenaje. Estos chavos no han hecho correr la sangre ni han provocado la destrucción material para lograr sus objetivos. Ellos, para realizar su labor genial, teclean en unas macs baratas, codifican y decodifican su información con la destreza del marinero que acomoda las velas para aprovechar el viento del norte y avanzar al oeste. Por ejemplo.
Se han organizado en guardias, discuten entre ellos a profundidad y en superficialidad, permanecen horas y horas atentos al pulso de Internet, se movilizan en sigilo y en total silenco radio para no llamar la aención de la jauría. Y mientras desnudan ante el mundo el orden criminal, inescrupuloso y desastroso de los gobiernos, toman turnos para cocinar, barrer, ir de compras y lavar platos.
Ninguno de ellos ha llegado a los cuarenta, pero todos tienen miles de horas de vuelo acumuladas. Ya podrán narrar a sus hijos, a sus nietos y a sus bznietos, la forma en la que pusieron a temblar al mundo establecido.
Bien administrada en Hollywood, cada una de esas vidas valdría millones. Pero, mientras avanzan en el armado del rompecabezas de horror del que sólo conocemos las primeras piezas, ellos prefieren distribuirse las tareas domésticas en alguna casa de esa Europa desgastada que, con ellos y desde ellos, se mira joven; siguen escapando de la oscuridad y de la turbiedad, y esa huída permanente nos ilumina a todos, aunque no queramos. Merecen nuestra solidaridad y también, y sobre todo, nuestro afecto.
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