1/23/2011

Mar de Historias de Cristina Pacheco



Las adivinas



Con el índice derecho Juliana sigue la línea del destino en su mano izquierda. Sabe que es inútil porque no conseguirá descifrarla como lo hacían las gitanas que una mañana aparecieron en el barrio donde ella creció. Le encantaba pasar frente a la casa de aquellas mujeres con dientes de oro, cintura estrecha y amplias faldas estampadas que las hacían parecer jardines ambulantes.

Semiocultas en los quicios, salían al paso de los transeúntes para ofrecerse a leerles el futuro en la palma de la mano. Un día Juliana cayó en la tentación de aceptar el servicio. La pitonisa le auguró fortuna, viajes, amores dichosos y una vida muy larga. Juliana creyó que era verdad y se sintió feliz. Su dicha se prolongó hasta el día siguiente, cuando al toparse con la misma gitana la oyó decirle a una mujer lo mismo que le había profetizado a ella.

A sabiendas de que se arriesgaba a padecer otros engaños, cuando los agobios de su vida se recrudecían y los temores al futuro se ahondaban, Juliana se iba al rumbo de las gitanas para que alguna le inventara un destino esplendoroso, sin malos tratos ni miseria.

Ahora se pregunta qué habrá sido de las adivinas. Lo único seguro es que envejecieron. Le gustaría encontrarse a alguna de las gitanas que leyeron su mano izquierda para decirles que se equivocaron en dos vaticinios: nunca ha viajado y no conoce la fortuna, en cambio tuvo el amor de Santos, su marido muerto hace nueve años, y una vida larga que hoy alcanza los ochenta.

Su madre le contó muchas veces las circunstancias de y la hora de su nacimiento: Tu papá quiso que lo acompañara al santuario, a las afueras del pueblo, para implorarle a Dios que nos sacara de una apuración. Fui con él porque, según yo, faltaban dos semanas para tu alumbramiento. Pero te adelantaste y por eso naciste a las ocho y media de la noche en la casa de Marcos el cohetero.

Juliana observa las manecillas del reloj y recuerda la forma en que su padre le enseñó a conocerlo: La chiquita marca las horas, la grande los minutos alegres o tristes, nada le hace, el tiempo siempre corre igual.

II

No es verdad. A ella este día le ha parecido larguísimo. Se consuela pensando en que pronto terminará y mañana todo será diferente: ya no estará cumpliendo años, no esperará en vano las felicitaciones de su familia, no sentirá deseos de comprarse un pastel y sobre todo no escuchará los regaños de su hija Irene.

Juliana reconoce que pudo haberlos evitado comprando una rebanada de pastel para comérsela a solas, sentada en la banca de algún jardín, como lo ha hecho en otros aniversarios inadvertidos por su familia. Esta vez cambió la rutina porque después de todo estaba a punto de cumplir 80 años y entrar en una nueva década que bien podría ser la última de su vida. Necesitaba disfrutar del momento como lo hacía todo el mundo: compartiendo un pastel.

Le costó trabajo elegirlo entre los muchos modelos que encontró en el supermercado. Acabó por llevarse el más grande, cubierto de betún blanco y adornado con rosas amarillas. En cuanto volvió al departamento lo asentó en el centro de la mesa para que todo el mundo lo viera y recordara que ella estaba cumpliendo 80 años. Imaginó las disculpas de su yerno, las bromas de sus nietos y el abrazo de su hija. No ocurrió así. En vez de felicitaciones escuchó los reproches de Irene.

III

–¿Y eso?

–Es un pastel.

–¿Tú lo compraste?

–Pues sí.

–¿Con qué?

–Ya me depositaron en mi tarjeta de la tercera edad.

–¿Cuánto te costó?

–Ciento quince.

–¿Te gastaste 115 pesos en un pastel? No te regalan el dinero para que lo derroches en tonterías, sino para que compres cosas necesarias.

–Por ejemplo: un pastel.

–¿Sí? ¿Desde cuándo?

–Desde que se inventaron los cumpleaños.

–¿Y aquí quién está cumpliendo años?

–Pues yo: 80.

–Perdóname que te lo diga, pero por eso mismo, porque ya estás grandecita, deberías ser un poco más responsable y más cuidadosa con tu dinero.

–Tú misma acabas de decirlo: es mi dinero y puedo gastarlo en lo que se me antoje. Y así seguirá siendo.

–Pues fíjate que no. Mamá: ¿qué te sucede? Te la pasas oyendo las noticias y nunca te enteras de nada.

–¿Como de qué?

–De ahora en adelante van a controlar muy bien en qué ocupan los adultos mayores el dinero que se les da. Si las autoridades ven que lo gastan en lujos o en cosas inútiles será prueba de que en realidad no lo necesitan y podrán retirarles la tarjeta.

–Yo pensé que nos lo daban para que, al menos de vez en cuando, pudiéramos darnos un gusto y compartirlo con la familia. Eso es lo que quería y mira cómo me salió.

–Mamá: no te pongas así. Las cosas no son como uno quiere.

–No tienes que decírmelo. Ya lo estoy viendo.

–Me hubieras dicho que tenías antojo de un pastel y yo te lo hubiera comprado.

–No es antojo: es mi cumpleaños.

–Ya me lo dijiste. ¿Qué te parece si lo partimos en la noche, cuando ya todos estemos en la casa?

–Para qué me lo preguntas si la única que decide siempre eres tú.

–¿Estás enojada por lo que te dije? Mamita, comprende, te aviso de las cosas por tu bien, para que no vayas a quedarte con la única entrada de dinero que tienes. Es importante que la conserves. Y conste que no lo digo por nosotros, sino por ti, para que te sientas independiente.

–Sí, tanto que ni siquiera puedo comprarme un pastel para celebrar mis 80 años.

–Por favor, déjate de indirectas. Perdona, se me olvidó qué día era. Comprende, traigo tantos problemas en la cabeza… A ver, déjame darte tu abrazo. Felicidades y que vivas muchos años, por lo menos 100. ¿Te gustaría?

Juliana ya no tuvo fuerzas para responder y en silencio se dirigió a su cuarto.

IV

Desde que entró allí, para olvidarse del disgusto que acababa de tener con su hija, se dedicó a ordenar su ropero. Así, encontró la cajita con su argolla de matrimonio. Al querer ponérselo miró la palma de su mano y recordó a las gitanas que con sus mágicos engaños siempre terminaban curándola de sus penas.

Lamenta que aquellas mujeres de cinturas breves y faldas amplias hayan desaparecido del barrio. Si aún vivieran allí, en este momento saldría a buscarlas y a pedirles que leyeran su mano. Con su falsa lectura del porvenir la salvarían de un presente amargo.

Despacio, imitando el recuerdo, se puso a recorrer con el índice izquierdo las líneas ya borrosas de su mano derecha hasta que al fin logró inventarse un augurio: Tu vida será plácida y muy larga. Llegarás a la ancianidad rodeada por tu familia y junto al hombre con el que compartirás tu vida entera.

Juliana cierra los ojos para hacerse las ilusiones de que esa dicha es posible. Su ensueño se desmorona al estrellarse contra la realidad:

–Mama, ¿qué esperas? Ven a partir el pastel. Piensa que todos tenemos que levantarnos muy temprano para irnos a trabajar.

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