CIUDAD
DE MÉXICO (Proceso).- El Estado de México es un microcosmos corregido y
aumentado del autoritarismo previo a la alternancia de 2000, donde el
Partido Revolucionario Institucional ha gobernado 88 años
ininterrumpidos con absoluta impunidad. Durante casi nueve décadas los
gobiernos surgidos de la cofradía tricolor han disfrutado del abuso de
poder y el enriquecimiento descomunal, con la holgura derivada de una
inmunidad garantizada por la protección que el PRI ha brindado a sus
gobernadores mexiquenses desde 1929.
Se atribuye a Luis XIV de
Francia, la expresión “L’État, c’est moi” (El Estado soy yo), que
sintetiza la monarquía absoluta, sin contrapesos, en la que el monarca
se identifica con el Estado, al reunir en su persona toda la autoridad
de la nación, además de ejercer la soberanía por derecho divino, por lo
cual sólo es responsable ante Dios. Mutatis mutandis, algo similar ha
ocurrido con el PRI y los gobernadores surgidos de sus filas en el
Estado de México desde hace casi 90 años. Los gobernadores han sido
pequeños reyezuelos locales que desde el Ejecutivo estatal han
controlado de manera casi absoluta los poderes Legislativo y Judicial,
así como a los medios de comunicación de la entidad, tal como lo hacía
el presidente de la República en la época dorada del autoritarismo
mexicano. En esos años el mandatario en turno era a los gobernadores lo
que Dios a los reyes absolutistas: sólo respondían ante él. Hoy, esa
situación se ha reproducido con creces al tener a un presidente oriundo
de Atlacomulco.
Daniel Cosío Villegas definió el sistema político
mexicano autoritario como “una Monarquía Absoluta Sexenal y Hereditaria
por Línea Transversal”. Esa definición hecha en 1972 es claramente
aplicable al Estado de México. Antes de las elecciones de este domingo
4, el escenario monárquico era patente: Arropado por la capa del PRI, el
heredero de la dinastía Atlacomulco-Del Mazo al trono de Toluca se
soñaba como Alfredo III, confiado en que el desbordado apoyo
graciosamente otorgado por su primo Enrique Peña Nieto en dinero,
especie y artimañas –sumado al beneplácito de la autoridad electoral– le
asegurarían la anhelada silla.
Si el presidente Peña Nieto podrá
seguir diciéndose al espejo “El Estado de México soy yo”, lo sabremos
con certeza cuando el Instituto Nacional Electoral (INE) dé a conocer
los resultados oficiales de los comicios. En ese momento sabremos si la
estrategia diseñada desde la Presidencia de la República para
implementar una elección de Estado en favor del candidato del PRI logró
su cometido. Escribo este texto el 31 de mayo, con la intención de
examinar un proceso electoral que, además de prefigurar los comicios
presidenciales del año próximo, revela información de gran importancia
para medir el grado de madurez de la democracia mexicana, de acuerdo con
los criterios que enuncio a continuación.
1. Fortaleza de las
instituciones y las leyes electorales versus la capacidad del gobierno
–y demás actores involucrados en la contienda– de burlarlas o violarlas.
Si la maquinaria del gobierno y su partido conserva la suficiente
fortaleza para definir el resultado de unas elecciones competidas con
pluralidad de opciones, en un contexto de profundo descontento social y
de una desaprobación de 90% a la gestión del mandatario en turno, se
haría evidente la prevalencia de un autoritarismo competitivo. Si el PRI
fuera derrotado, la posibilidad de retener la Presidencia disminuiría,
como resultado de un proceso de maduración democrática.
2. Es
preciso valorar con rigor si los comicios fueron realmente libres y
equitativos o si la suma de irregularidades nos sitúa todavía en el
nivel de la suciedad electoral propia del autoritarismo competitivo. Es
conocida la capacidad de los gobiernos estatales de cooptar a las
autoridades electorales locales, así como la excesiva permisividad del
INE, la inutilidad de la Fiscalía Especializada para la Atención de los
Delitos Electorales y, lo que es más grave, de la posibilidad de que el
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación avale una
elección fraudulenta, como ocurrió en la presidencial de 2012.
3.
¿Qué grado de conciencia y sensatez política ha alcanzado el electorado
mexicano (en este caso del mexiquense)? Decía Norberto Bobbio que la
racionalidad del votante es una aspiración incumplida, incluso en las
democracias desarrolladas. La pobreza y la desigualdad prevalecientes en
México complican ese propósito. No obstante, especialistas en la
materia –como Jorge Domínguez– han calificado al electorado mexicano
como prudente y perspicaz. ¿Podemos decir que la ciudadanía mexiquense
mostró sensatez en los comicios del domingo?
4. También es
conveniente evaluar la confiabilidad de las encuestas electorales. La
mayoría reducía la posibilidad de triunfo a sólo dos candidatos, el del
PRI y la de Morena, con márgenes reducidos a favor de uno u otra. Tomo
como ejemplo la encuesta del diario Reforma publicada el 31 de mayo, que
situaba en empate técnico a los aspirantes de esos partidos (31.9% para
Delfina Gómez y 30.7% para Alfredo del Mazo). Pero si sólo compitieran
ellos dos, la morenista lo superaba por 12 puntos (44% contra 32%).
Además, 75% de los mexiquenses opinaban que debía cambiar el partido en
el gobierno. Del Mazo acumulaba mucho mayor percepción negativa que su
adversaria: 48% nunca votarían por él (vs. 15% por Delfina); 41% lo
consideraba más corrupto (a Gómez 10%); y 34% más mentiroso (a Gómez
10%). En este caso, la demoscopia revela un buen grado de sensatez del
electorado mexiquense. ¿Lo confirmaron las urnas?
En lo personal, pienso que la pseudomonarquía priista en el Estado de
México debiera poner fin a esa cleptocracia que hoy también gobierna a
la República. El estilo Atlacomulco de gobernar que concibe la función
pública como un medio para hacer negocios y enriquecerse a niveles de
escándalo, como el de la familia Hank o como el mostrado por las
relaciones ilegales e indecorosas del clan Peña con los consorcios Higa y
OHL, son absolutamente inadmisibles en un estado de derecho. Espero que
las urnas hayan corroborado esa exigencia democrática.
Este análisis se publicó en la edición 2118 de la revista Proceso del 4 de junio de 2017.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario