6/08/2017

El Estado de México soy yo



CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El Estado de México es un microcosmos corregido y aumentado del autoritarismo previo a la alternancia de 2000, donde el Partido Revolucionario Institucional ha gobernado 88 años ininterrumpidos con absoluta impunidad. Durante casi nueve décadas los gobiernos surgidos de la cofradía tricolor han disfrutado del abuso de poder y el enriquecimiento descomunal, con la holgura derivada de una inmunidad garantizada por la protección que el PRI ha brindado a sus gobernadores mexiquenses desde 1929.
Se atribuye a Luis XIV de Francia, la expresión “L’État, c’est moi” (El Estado soy yo), que sintetiza la monarquía absoluta, sin contrapesos, en la que el monarca se identifica con el Estado, al reunir en su persona toda la autoridad de la nación, además de ejercer la soberanía por derecho divino, por lo cual sólo es responsable ante Dios. Mutatis mutandis, algo similar ha ocurrido con el PRI y los gobernadores surgidos de sus filas en el Estado de México desde hace casi 90 años. Los gobernadores han sido pequeños reyezuelos locales que desde el Ejecutivo estatal han controlado de manera casi absoluta los poderes Legislativo y Judicial, así como a los medios de comunicación de la entidad, tal como lo hacía el presidente de la República en la época dorada del autoritarismo mexicano. En esos años el mandatario en turno era a los gobernadores lo que Dios a los reyes absolutistas: sólo respondían ante él. Hoy, esa situación se ha reproducido con creces al tener a un presidente oriundo de Atlacomulco.
Daniel Cosío Villegas definió el sistema político mexicano autoritario como “una Monarquía Absoluta Sexenal y Hereditaria por Línea Transversal”. Esa definición hecha en 1972 es claramente aplicable al Estado de México. Antes de las elecciones de este domingo 4, el escenario monárquico era patente: Arropado por la capa del PRI, el heredero de la dinastía Atlacomulco-Del Mazo al trono de Toluca se soñaba como Alfredo III, confiado en que el desbordado apoyo graciosamente otorgado por su primo Enrique Peña Nieto en dinero, especie y artimañas –sumado al beneplácito de la autoridad electoral– le asegurarían la anhelada silla.
Si el presidente Peña Nieto podrá seguir diciéndose al espejo “El Estado de México soy yo”, lo sabremos con certeza cuando el Instituto Nacional Electoral (INE) dé a conocer los resultados oficiales de los comicios. En ese momento sabremos si la estrategia diseñada desde la Presidencia de la República para implementar una elección de Estado en favor del candidato del PRI logró su cometido. Escribo este texto el 31 de mayo, con la intención de examinar un proceso electoral que, además de prefigurar los comicios presidenciales del año próximo, revela información de gran importancia para medir el grado de madurez de la democracia mexicana, de acuerdo con los criterios que enuncio a continuación.
1. Fortaleza de las instituciones y las leyes electorales versus la capacidad del gobierno –y demás actores involucrados en la contienda– de burlarlas o violarlas. Si la maquinaria del gobierno y su partido conserva la suficiente fortaleza para definir el resultado de unas elecciones competidas con pluralidad de opciones, en un contexto de profundo descontento social y de una desaprobación de 90% a la gestión del mandatario en turno, se haría evidente la prevalencia de un autoritarismo competitivo. Si el PRI fuera derrotado, la posibilidad de retener la Presidencia disminuiría, como resultado de un proceso de maduración democrática.
2. Es preciso valorar con rigor si los comicios fueron realmente libres y equitativos o si la suma de irregularidades nos sitúa todavía en el nivel de la suciedad electoral propia del autoritarismo competitivo. Es conocida la capacidad de los gobiernos estatales de cooptar a las autoridades electorales locales, así como la excesiva permisividad del INE, la inutilidad de la Fiscalía Especializada para la Atención de los Delitos Electorales y, lo que es más grave, de la posibilidad de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación avale una elección fraudulenta, como ocurrió en la presidencial de 2012.
3. ¿Qué grado de conciencia y sensatez política ha alcanzado el electorado mexicano (en este caso del mexiquense)? Decía Norberto Bobbio que la racionalidad del votante es una aspiración incumplida, incluso en las democracias desarrolladas. La pobreza y la desigualdad prevalecientes en México complican ese propósito. No obstante, especialistas en la materia –como Jorge Domínguez– han calificado al electorado mexicano como prudente y perspicaz. ¿Podemos decir que la ciudadanía mexiquense mostró sensatez en los comicios del domingo?

4. También es conveniente evaluar la confiabilidad de las encuestas electorales. La mayoría reducía la posibilidad de triunfo a sólo dos candidatos, el del PRI y la de Morena, con márgenes reducidos a favor de uno u otra. Tomo como ejemplo la encuesta del diario Reforma publicada el 31 de mayo, que situaba en empate técnico a los aspirantes de esos partidos (31.9% para Delfina Gómez y 30.7% para Alfredo del Mazo). Pero si sólo compitieran ellos dos, la morenista lo superaba por 12 puntos (44% contra 32%). Además, 75% de los mexiquenses opinaban que debía cambiar el partido en el gobierno. Del Mazo acumulaba mucho mayor percepción negativa que su adversaria: 48% nunca votarían por él (vs. 15% por Delfina); 41% lo consideraba más corrupto (a Gómez 10%); y 34% más mentiroso (a Gómez 10%). En este caso, la demoscopia revela un buen grado de sensatez del electorado mexiquense. ¿Lo confirmaron las urnas?
En lo personal, pienso que la pseudomonarquía priista en el Estado de México debiera poner fin a esa cleptocracia que hoy también gobierna a la República. El estilo Atlacomulco de gobernar que concibe la función pública como un medio para hacer negocios y enriquecerse a niveles de escándalo, como el de la familia Hank o como el mostrado por las relaciones ilegales e indecorosas del clan Peña con los consorcios Higa y OHL, son absolutamente inadmisibles en un estado de derecho. Espero que las urnas hayan corroborado esa exigencia democrática.

Este análisis se publicó en la edición 2118 de la revista Proceso del 4 de junio de 2017.

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