La Jornada
La barbarie que se
desató entre el martes y ayer en el penal de Ciudad Victoria, Tamaulipas
–con un saldo de siete muertos y 13 heridos–, es indicativa del quiebre
del estado de derecho que prevalece en buena parte de las prisiones del
país y que se manifiesta en corrupción, explotación, narcotráfico y
autogobierno en el interior de los reclusorios. Las que debieran ser
instituciones modelo en materia de observancia de las leyes y control
por el gobierno, suelen ser, por el contrario, territorios sin ley, en
los cuales florece con particular brutalidad el imperio del más fuerte.
Aunque el principio de autoridad debería ser permanente en las
prisiones, los cruentos enfrentamientos referidos dan cuenta de que en
ese centro de reclusión tal condición brillaba por su ausencia –hasta el
punto de permitir el ingreso de armas de alto poder– y que fue un
intento por restaurarlo el que detonó la balacera en su interior.
Tal situación de descontrol no sólo se presenta en prisiones de
mediana seguridad, como la de la capital tamaulipeca, sino incluso en
cárceles de supuesta alta seguridad, como lo indican las dos fugas
deJoaquín El Chapo Guzmán de los penales de Puente Grande, en
Jalisco, y del Altiplano, en Almoloya de Juárez, estado de México. Esa
circunstancia da por resultado la repetición de episodios trágicos como
el de esta semana en Ciudad Victoria.
Para empezar a resolver este problema es necesario reconocer que el
Estado ha renunciado a sus deberes primordiales como responsable de la
readaptación social de los delincuentes y como garante de la seguridad,
la probidad y el profesionalismo en las cárceles, en las cuales se
resumen y concentran las peores miserias que afectan a la
institucionalidad: la corrupción, el desdén por la vida humana y la
falta de compromiso con la vigencia de los derechos humanos. En las
prisiones, los reos no son vistos como personas que merecen una política
de readaptación social, sino como objetos comercializables y
explotables de los cuales puede sacarse el máximo provecho monetario.
Así, los reclusorios, en vez de cumplir su función como
instrumento de combate a la delincuencia, se convierten en centros
difusores de ella y en escuelas de crimen, crueldad y cinismo.
Es significativo, a este respecto, que en la pasada década el país ha
construido cárceles a un ritmo vertiginoso y que ello no se ha
traducido, ni mucho ni poco, en un incremento de la seguridad ni en una
reducción de la violencia y del índice de hechos delictivos.
Es tiempo de replantear los instrumentos de la política penal vigente
y de reconsiderar una estrategia de seguridad, que en lugar de combatir
la delincuencia parece multiplicarla. Tal vez si el combate a
lacorrupción en todas las instancias de la administración pública fuera
algo más que un propósito repetido hasta la saciedad; si se diera
prioridad a la edificación de escuelas y universidades por sobre la
erección de cárceles, y si las autoridades se presentaran ante los
infractores como ejemplo de observancia de las leyes, sería posible
lograr resultados menos desoladores que los obtenidos hasta ahora.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario