Gustavo Gordillo/V
La Jornada
Lázaro Cárdenas lanzó su
vasto programa agrario para hacer justicia a los habitantes rurales
dándoles acceso a la tierra, pero sobre todo para recuperar el
territorio nacional. Imposible construir –o reconstruir– un Estado si no
controla sus fronteras. Después de la pérdida de la mitad del
territorio nacional en la guerra contra Estados Unidos, la convicción de
que no hay Estado sin control de las fronteras ha sido marca de la
clase política revolucionaria.
¿Cuáles son esas fronteras? La norte y la sur, desde luego; los tres
litorales: del Pacífico, del Golfo y del mar del Caribe, y las tres
fronteras internas: el istmo de Tehuantepec, la cuenca del río Balsas y
la Ciudad de México.
De suerte que la reforma agraria cardenista estuvo siempre guiada por
una estrategia geopolítica que buscaba recuperar los territorios
perdidos durante las luchas armadas. Las dos grandes fuerzas sociales,
los maestros y las guardias rurales –campesinos armados por el propio
gobierno–, garantizaron la ejecución del reparto agrario. Éste obedeció a
dos tipos de fuerzas: la presión de los habitantes rurales movilizados
reclamando tierras, y el cálculo político de la nueva clase dirigente
guiada por el propósito de recuperar el territorio y derrotar a sus dos
enemigos principales: la vieja clase terrateniente y la Iglesia
católica. En no pocas regiones del país no fue la movilización
campesina, sino el cálculo político, el que privó. Como las luchas
armadas, el reparto agrario se implantó a distintos ritmos, de diferente
manera y en diferentes momentos a lo largo del territorio nacional.
El ejido es la principal innovación institucional de la Revolución
Mexicana. Es su producto exclusivo. El ejido como superestructura estaba
montado sobre el funcionamiento de una economía campesina, tal como
ocurrió con el proceso de cristianización de la Nueva España por parte
de los misioneros que implantaban los templos católicos en los lugares
de culto a los dioses indígenas
El ejido ha sufrido múltiples transformaciones a lo largo de la
historia de México. No ha habido un solo tipo de ejido o de comunidad
indígena. Es, seguramente, una de las instituciones más versátiles y
adaptable a cambios internos y externos.
Desde los 40 hasta fines de los 60 el sistema ejidal se enfrenta a
una doble tensión. En el ámbito político, entre el ejido como aparato de
control estatal y como órgano de representación campesina. En el ámbito
económico, como reserva de mano de obra barata y de producción de
alimentos para autoconsumo; o bien como aparato de producción de
alimentos y unidad de multiactividad productiva.
Estas tensiones estructurales se vieron severamente afectadas por dos fenómenos de la mayor importancia a partir de los años 70.
Por un lado, la creciente intervención estatal y la orientación de
los subsidios a la agricultura comercial. Por otro, las movilizaciones
campesinas y toma de tierras en los 70 que permitió recuperar al ejido
como órgano de representación campesina.
El funcionamiento del ejido se apoyaba en mercados negros. Éstos
cumplían una función de adaptación de las intervenciones políticas a la
lógica que regía la economía y la sociedad campesinas. Esta interacción
entre dos racionalidades, contradictorias, influyó en la forma de
funcionamiento de ambas y las hizo compatibles. Todo esto se logró con
un enorme costo en términos de eficiencia y equidad, tanto por el
derroche de recursos por parte del erario como por los bajos niveles de
bienestar de los propios ejidatarios.
Viendo hacia adelante hay dos caminos: intentar –una vez más–
desposeerlos de sus recursos o reconocer su potencial productivo, su
base cultural, y desde esa plataforma impulsar el rescate del campo
mexicano y la recuperación del territorio nacional.
En memoria de Jaime Ros, gran economista y amigo.
Twitter: gusto47
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