Abel Barrera*
La Jornada
Hace 50 años en los corredores
del portal Morelos y la presidencia municipal de Tlapa decenas de
indígenas pasaban la noche para guarecerse de la lluvia y descansar tras
largas jornadas de camino por los senderos de la Montaña. Eran los
dormitorios de los pobres, el lugar más céntrico para tender sus
productos sobre el lecho del río Jale. Bien nos recuerda el antropólogo
Maurilio Muñoz, cómo los mixtecos y tlapanecos bajaban de la Montaña con
sus tecolpetes cargados de frutas, como plátano pasado, granadillas y
hasta carbón, padeciendo el maltrato de los comerciantes mestizos. Por
su parte, Daniéle Dehouve nos relata la forma de cómo algunos
acaparadores se iban a las entradas de Tlapa para arrebatarles los
guajolotes y gallinas a los indígenas, pagándoles (cuando bien les iba)
una bicoca. Los grabados magistrales plasmados en el libro La mixteca, nahua, tlapaneca,
muestran las imágenes taciturnas de los indígenas pobres de la Montaña.
Hombres enjutos que además de cargar siglos de discriminación, han sido
víctimas por décadas, padeciendo el flagelo de los caciques y patrones.
Sufriendo la represión de los militares, los malos tratos y las
torturas de los policías judiciales. Era un espectáculo para los
comerciantes ricos ver cómo bajaban a los indígenas amarrados de pies,
manos y cuello; con sus ropas raídas sus pies sangrantes llenos de lodo.
Traían los rastros funestos de la tortura, temblaban de miedo y de
dolor; sus ojos mostraban la brutalidad de la golpiza y sus cotones
manchados de sangre, eran las huellas de como habían sido arrastrados
para sacarlos de sus chozas.
Bajar a Tlapa, al centro mestizo, era como bajar al infierno, porque
tanto los políticos como los comerciantes, los ministerios públicos,
jueces y funcionarios eran los personajes truculentos que se
especializaron en expoliarlos; en hacer sentir la fiereza de los
leoninos de la justicia mestiza acostumbrados a lucrar con las
necesidades de los pobres.
Este domingo 18 de agosto volvieron a la memoria las escenas cruentas
de aquellos años marcados por la crueldad. Más de 300 indígenas a lo
largo de las manzanas donde se ubican los bancos Citibanamex y Bancomer
dormían sobre las banquetas con sus niños y niñas para esperar la
apertura de estas instituciones, cuyo horario burocrático anuncia que
sus puertas se abren a las 9 y se cierran a las 16 horas. Tuvieron que
guarecerse sobre las angostas banquetas y diminutas marquesinas del
chubasco que inundó las calles transformadas en barrancas. Ninguna
autoridad se inmutó ante este panorama desolador, que más bien es parte
del paisaje costumbrista de la Montaña. Para los funcionarios, no hay
necesidad que Protección Civil tenga que atenderlos, mucho menos que los
burócratas del DIF dispongan de tiempo para verificar la situación de
los niños y madres embarazadas. La gente del INPI seguramente ni se
enteró de lo que pasaba en el primer cuadro de la ciudad.
Ningún presidente o presidenta municipal se siente interpelado por lo
que pasa con sus conciudadanos. Los trabajadores de la Sader sólo se
reducen a cumplir órdenes, no pueden hacer nada más. En este caso se han
enfocado a entregar las órdenes de pago para 32 mil beneficiarios de
los 19 municipios de la Montaña. Varios de ellos hacen gastos para pagar
sus pasajes de 400 a 500 pesos para permanecer una noche y dos días,
como mínino, en espera de que el banco le pague mil 600 pesos por una
hectárea. Durante el día no sólo tienen que soportar los rayos
inclementes del sol, sino el maltrato y desprecio de la población.
Varios comerciantes los alejan de sus negocios porque supuestamente la
clientela no llega. Otros más los miran con desprecio porque impiden que
circulen carros. Los empleados del banco tienen un trato preferencial
por sus clientes. Por la tarde, le anuncian a toda la población que se
mantiene en pie durante todo el día, que se cierra el servicio,
reiterándoles que quienes alcanzaron ficha podrán ser atendidos al
siguiente día. Los demás tendrán que esperar otro día.
Esta situación lo único que provoca es institucionalizar la
discriminación, por la forma como se ha diseñado el programa Producción
para el Bienestar, de obligar a que los beneficiarios bajen de sus
comunidades gastando dinero que no tienen. Quedándose en una ciudad que
los maltrata y expolia, padeciendo las inclemencias del tiempo y
dejándolos en manos de Citibanamex y de Bancomer. Los someten a un
régimen de tiempos fatales, porque la instrucción de la Sader es de que
el día 28 de agosto concluye el tiempo para hacer los cobros en los
bancos. Sólo se han programado 20 días para la entrega de las órdenes de
pago y su cobro correspondiente. La capacidad instalada de los bancos
es insuficiente.
Con este apoyo individualizado la población indígena se enfrenta
ahora a un actor desconocido, en una ciudad hosca, donde radican los
poderes político y económico que siempre los han despreciado. El
subsidio gubernamental pasa por el filtro de los banqueros que imponen
su ley, y los beneficiarios no tienen otra alternativa que adaptarse a
las lógicas burocráticas. Se deja a su suerte a cada productor. Todos y
todas tienen que venir a la ventanilla del banco.
Seguramente la forma como están llegando estos apoyos a los indígenas
de la Montaña no se la comunican de manera fidedigna al Presidente de
la República. Esto mismo ha pasado con el programa del fertilizante,
donde hay miles de productores que siguen sin recibir el insumo. Algunos
están apostados sobre la carretera esperando que pase el tráiler con la
orden de que es para su comunidad. Llevan más de tres semanas
aguardando la llegada del agroquímico para que pueda cargar su milpa.
Una buena parte ya se resignó a perder su siembra. Varias familias han
conseguido dinero para embarcarse en los autobuses que los trasladan a
los campos de San Quintín. Preocupa que los funcionarios federales
encargados de atender estos programas no tengan la casta ni la
sensibilidad de López Obrador de estar en el terreno, en los lugares
donde se dirimen los conflictos para evitar que se sigan reproduciendo
prácticas nocivas que rayan en la discriminación.
* Director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan
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