En México, el gobierno
de Andrés Manuel López Obrador está moviendo muchas cosas, pero dos son
esenciales. Por un lado, estructuras políticas labradas a sangre y fuego
durante un siglo, diseñadas para operar siempre en favor de una casta
política que, no obstante sus privilegios de clase, de vez en vez acudía
a la redistribución de la riqueza social y a la ampliación de los
servicios públicos que ofrecía a la población para asegurarse algún
grado de legitimidad entre las masas. Por el otro, intereses enquistados
en el andamiaje gubernamental (y su correlato en la iniciativa
privada); los mismos que durante años (y aún hoy) hicieron funcionar a
aquellas estructuras para favorecerlos, para consolidarlos, para
agrandarlos, para controlar cada vez más amplias porciones tanto del
funcionamiento del Estado como de los procesos de producción,
circulación y consumo de las personas.
Mover todo eso no es tarea
fácil. Y no lo está siendo hoy para la administración de López Obrador
no porque en realidad se esté ejecutando una refundación de la vida
política nacional, o de las instituciones que la hacen marchar en la
cotidianidad de miles de ciudadanos y ciudadanas. El gobierno de la 4T
puede ondear todo lo que guste la bandera de la izquierda más radical y
efectiva que haya tenido este país, pero la realidad es que hay bastante
más de reformismo que de ruptura radical en lo que se está orquestando
en este momento.
Ahora bien, si reformar será suficiente ya no
sólo para detener la degradación en la que se encuentra sumergida esta
sociedad sino para dar marcha atrás con esa dinámica y, sobre todo, para
prevenir que los cambios realizados se reviertan en el futuro
inmediato, son tres aspectos que aún quedan por descubrir. Lo que es un
hecho, sin embargo, es que a pesar de que únicamente se están haciendo
correcciones en la totalidad del andamiaje gubernamental (salvo, quizá,
para el ejército, la marina y la fuerza aérea), esas modificaciones son
de una profundidad tal que han llegado a desequilibrar gran parte de las
dinámicas sistémicas que desde hace mucho sostienen a la totalidad del
entramado político mexicano —muchas de ellas, incluso, operando desde la
lógica del automatismo.
Sin duda, López Obrador (y quizá no
tanto el resto de las personas que lo acompañan en su gobierno, en los
tres órdenes y en los tres niveles administrativos) está convencido de
que si se quiere detener aspectos como la violencia, la corrupción y la
desigualdad definitivamente algo se debe hacer por ese México profundo
que con tanta crudeza visibilizó Bonfil Batalla. Nadie como López
Obrador —dentro de los círculos políticos nacionales—, después de todo,
conoce tan bien la realidad de millones de mexicanos y mexicanas que las
bendiciones y los herederos de la guerra civil de
comienzos del siglo XX olvidaron con tanta insistencia; pese a que ello
signifique ser profeta de una proporcional ignorancia respecto de las
necesidades, los caprichos y la volubilidad de las clases medias (o
aspiracionales a medias). Ningún otro político ha pasado tanto tiempo
recorriendo el país —a ras de piso, sin los múltiples dispositivos de
seguridad que suelen separar a las figuras públicas del vulgo— como él
lo ha hecho, y en las comunidades en las que él ha caminado.
El
problema al que nos enfrentamos millones de mexicanos y mexicanas, por
lo tanto, no proviene de las convicciones del presidente en turno. En
este momento, algo que gran parte de esa masa no alcanza a comprender, o
se niega a comprender —porque su posicionamiento ideológico le
proporciona un mejor cobijo para entender lo que está sucediendo con la
vida pública nacional—, es que resolver la tensión vigente entre la
necesidad del gobierno de mantener de su parte a los intereses políticos
y empresariales de la vieja guardia, por un lado; y satisfacer las
necesidades de ese México profundo, en primer lugar; y luego las de los
siguientes deciles socioeconómicos, por el otro; no es algo que sea
posible solucionar sin que lo ganado en una parte de la ecuación se
convierta en una pérdida en la otra.
Digámoslo con franqueza:
si López Obrador está gozando del beneficio de hacer gran parte de los
cambios que su administración está realizando no es sólo por su pura
convicción, mucho menos por el convencimiento de todos los servidores
públicos que se beneficiaron del triunfo electoral del Movimiento de
Regeneración Nacional en 2018. El margen de acción del que goza, y el
motivo por el cual no está siendo objeto de una agresión política
internacional o empresarial doméstica a la manera en que sí lo está
siendo, por ejemplo, Venezuela (errores, omisiones y traiciones de
Nicolás Maduro aparte), es porque, de una u otra forma, esos cambios
ejercidos terminan siendo funcionales para esos círculos políticos y
empresariales que, sin ser gobierno, administran el país y lo conducen
en lo más fino de los entramados de poder —o por lo menos no se los está
dañando de manera significativa.
El correlato de esa
concertación es, por supuesto, que de ella se deben extraer algunas
concesiones para poder mejorar la calidad de vida de millones de hombres
y mujeres que, en un pasado no muy lejano, fueron victimas de esos
intereses con los que hoy López Obrador está obligado a negociar y a
gobernar para que la economía nacional no sea asfixiada, para que no
sufra un golpe de Estado, para que la violencia política y criminal no
crezca desmedidamente (más de lo que ya ha crecido), o cualquier otra de
las cientos de posibilidades que existen para hacer fracasar a la 4T
—y, en consecuencia, demostrar que la izquierda no sabe gobernar; demostrar que siempre hay que mantenerse en el espectro del panismo, el priísmo y el perredismo.
El nudo gordiano
de la 4T no es, pues, elegir entre sus benefactores: entre los
intereses políticos y empresariales que le permiten gobernar o la
población a la que busca sacar del olvido y la miseria en la que se le
mantuvo todo este tiempo. La tensión se encuentra, más bien, en
encontrar los espacios en los que aquellos intereses resulten menos
afectados, pero, al mismo tiempo, sea posible extraer de ellos los
suficientes réditos como para poner en marcha las políticas y los
servicios públicos sobre los cuales se encuentra montada toda la
propuesta de gobierno de la 4T. Los tres ejemplos más claros de ello
quizá sean el Aeropuerto de Texcoco, el Tren Maya y las bases gravables vis á vis
los recortes en el gasto gubernamental. Y es que los tres, al final del
día, no únicamente representan jugosos negocios para la iniciativa
privada, sino que, además, por la manera en la que están diseñados para
operar o por la forma en que ya operan, también significan una apuesta
importante para que las empresas externalicen algunos costos de
producción y éstos sean absorbidos por el Gobierno —el mantra neoliberal.
Condición indispensable para que ello suceda, y para que la tensión del
nudo sea lo suficientemente laxa como para desatarlo, es que las clases
medias y las aspiracionales (a medias o altas) adquieran una conciencia
de clase centrada, sí, en reconocer algunos de sus más grandes
privilegios; pero, sobre todo, en reconocer las infinitas carencias con
las que cuentan la mayor parte de los mexicanos y las mexicanas: ese
México que es tan profundo que ni siquiera somos capaces de observarlo o
si quiera de ponerle un rostro y un nombre: ¿son indígenas? ¿son
simplemente empobrecidos? ¿son indigentes? ¿personas que viven con menos
de veinte pesos al día? ¿personas que no tienen alimentos suficientes?
¿cuántos hay de esos? ¿son los suficientes como para afectar a las mayorías en su favor?
Esa es, sin duda, la apuesta más grande, más profunda y más arriesgada
de López Obrador. De ahí su insistencia en polarizar para unificar. La
cuestión es, no obstante, que varias cosas están fallando en el camino,
porque la realidad es que la polarización está en pie, pero el tránsito
hacia la autocrítica, hacia el reconocimiento propio y el del otro se
mantiene ausente. Pocos, en verdad muy pocos, son los casos en los que
es posible identificar ese tránsito. Existen de hecho, más casos en los
que se comprueban las nefastas consecuencias que tiene el no avanzar
nunca hacia ese reconocimiento, hacia la visibilización del nudo.
En América, Brasil y Argentina son los dos casos paradigmáticos de
ello. Millones de personas pasaron de los deciles más pauperizados hacia
las capas medias por causa de las políticas y los servicios públicos de
los gobiernos progresistas durante una década. Pero cuando los límites
cualitativos y cuantitativos de esa dinámica se agotaron, fueron esas
mismas capas medias las que salieron a las calles a protestar e
inclusive a reclamar por el regreso del autoritarismo (Argentina) y la
dictadura (Brasil). La conciencia de clase (superior), de género
(masculina) y de raza (blanca) salieron a relucir y a resucitar algunas
de las peores expresiones de estos, invisibilizando los asesinatos en
masa, la explotación y la violencia que desataron.
Habría que
hacer eco, por lo anterior, de una breve reflexión que los compañeros y
las compañeras de Horizonte (programa de radio perteneciente al grupo
radiofónico del Instituto Mexicano de la Radio), hicieron en el momento
en que se difundió información acerca de la desaparición de la radio pública nacional:
«Hemos sido testigos de la historia. Se está escribiendo una nueva,
pero esta vez somos los protagonistas». Y es que en sus palabras hay una
consigna aún más profunda, una demanda, en cierto sentido: habría que
comenzar a reconocerse, adeptos y opositores al momento político
vigente, como sujetos que no guardan una relación de exterioridad con
las tensiones que se están trabando en el país, en esta sociedad.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional https://cemapinternacional.com
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