Cambio de Michoacán
El pasado fin de semana
el Partido Revolucionario Institucional, otrora todopoderoso en el
medio político mexicano, realizó el proceso inédito de una elección
universal y directa entre sus militantes de su presidencia nacional. De
ella surgió triunfante un joven político, el gobernador con licencia de
Campeche, Alejandro Moreno Cárdenas, también conocido como Alito .
Es clara la intención, con esta nueva dirigencia, de dar una imagen de
renovación y frescura ante sus militantes y los ciudadanos en general de
cara a los próximos procesos electorales, en busca de recuperar algo
del mucho terreno perdido en los comicios de 2018.
Pero esa imagen
no parece corresponderse en nada con lo que se vio en el proceso
electivo interno del domingo 11 de agosto: urnas vacías, denuncias de
fraude y ausencia de consenso en torno a los resultados. De sus 6.76
millones de adheridos formalmente inscritos en sus padrones, participó
alrededor del 20 o 25 por ciento, y eso después de una campaña aún
inconclusa de afiliación. El candidato triunfante habría obtenido un 80
por ciento o más de la votación. En tanto que la candidata que quedó en
segundo lugar, la ex gobernadora de Yucatán Ivonne Ortega, que obtuvo un
13 o 16 por ciento, según la fuente consultada, denunció a lo largo del
día a través de su cuenta de Twitter compra de votos, acarreo de
votantes, urnas “embarazadas” y paquetes electorales abiertos. Anunció
que impugnará el proceso, en tanto que a la tercera candidata, la
prácticamente desconocida Lorena Piñón, le correspondió un papel
testimonial con no más del 3 o 3.5 %; pero aun así contribuyó a
convalidar el proceso favorable a Alito . Previamente, el ex
rector y ex secretario de Salud José Narro Robles se había retirado de
la contienda y del partido denunciando que la elección estaba arreglada y
el resultado cantado. Y al también aspirante Ulises Ruiz —el represivo
ex gobernador de Oaxaca, con más de 20 muertes en su haber durante el
conflicto de 2006— se le negó el registro por no tener respaldo de los
sectores del partido, por lo que denunció que el proceso era “una
farsa”.
Por otro lado, Manlio Fabio Beltrones, ex presidente
partidario, anunció en un tuit que no participaría en la elección por
las irregularidades en el padrón. Y renunció al partido la destacada
periodista Beatriz Pagés Rebollar denunciando que se lo estaba
entregando al presidente López Obrador.
En fin, desde la
confección del padrón y la emisión de la convocatoria hasta el final de
la jornada electiva hubo denuncias de irregularidades y trampeo en favor
de quien se levantó a la postre como triunfador. Triunfo pírrico, si se
considera el alto costo que para el partido tuvo la erección de la
nueva dirigencia y el nivel de la indiferencia de los propios priistas
hacia el proceso y sus candidatos. Un aguacero sobre mojado, dada la
situación que vive ahora el otrora partidazo oficial, al que se le
aplicaban en otros tiempos sobrenombres como “invencible”, “aplanadora”,
y otros.
Las elecciones federales y estatales de 2018
determinaron la debacle tricolor, de la que se antoja imposible que se
repongan los priistas. Su candidato presidencial, el “externo” José
Antonio Meade sólo obtuvo —en alianza con el PVEM y el Panal— el 16 por
ciento de la votación y se ubicó en un lejano tercer lugar, sin ganar en
una sola entidad del país. En el Senado, sólo logró colocar, por la vía
plurinominal, a 14 de sus candidatos, el 11 por ciento de los escaños.
En la Cámara de Diputados cuenta con apenas 47 legisladores, el 9.4 por
ciento del total. Desde la elección del Estado de México en 2017 no ha
logrado ganar ningún gobierno estatal; en este año, en la elección de
Baja California y en la extraordinaria de Puebla ni siquiera figuró como
competitivo.
Sólo declarativamente, pues, y como un señuelo,
pueden Claudia Ruiz Massieu Salinas y otros dirigentes priistas hablar
de una recuperación política o electoral de su partido.
Pero
hay más. Se trata de los escándalos de todos conocidos de corrupción en
los que los priistas han estado comprometidos. Casi todos los
gobernadores que Enrique Peña Nieto anunció como los exponentes del
“nuevo PRI” se han visto involucrados en procesos de carácter penal por
peculado, desviación de recursos, sobornos, paraísos fiscales, vínculos
con la delincuencia y otras lindezas similares. Javier Duarte —de quien
ahora sabemos que pactó su aprehensión y su condena con el entonces
secretario de Gobernación Osorio Chong—, Roberto Borge, César Duarte
(prófugo), Rodrigo Medina, el veracruzano Flavino Ríos, el tamaulipeco
Egidio Torre Cantú y sus antecesores Eugenio Hernández, Tomás Yarrington
y Manuel Cavazos Lerma. Humberto Moreira y su hermano Rubén han sido
repetidamente señalados por su corrupción y su probable involucramiento
con los zetas . Exonerados, han llegado a la cárcel el tabasqueño
Andrés Granier y el michoacano Jesús Reyna García. Antes cayó y sigue
en prisión Mario Villanueva Madrid por delincuencia organizada. Ahora,
los señalamientos judiciales han alcanzado a altos ex funcionarios del
gobierno de Peña Nieto: Emilio Lozoya Austin (prófugo) y su familia, y
Rosario Robles Berlanga, protagonista central de la llamada Estafa Maestra
. Seguir la pista del dinero puede llevar a varios otros ex servidores
públicos de alto nivel, particularmente de la última administración
priista.
Especial atención ha tenido el caso de César Duarte
Jáquez, a quien el gobernador de Chihuahua, Javier Corral Jurado, busca
tenazmente procesar a pesar del fracaso, hasta hoy, de los intentos de
extradición desde su refugio en los Estados Unidos. Su secretario de
Gobierno Alejandro Gutiérrez Gutiérrez, quien también fue secretario
general adjunto del Comité Ejecutivo Nacional del PRI con Manlio Fabio
Beltrones, ha sido condenado por peculado agravado y es la pieza clave
para inculpar a Duarte Jáquez.
El priismo y especialmente el
peñanietismo se convirtieron, a los ojos de la sociedad mexicana, en
sinónimos de corrupción. Las puntas de la madeja: Robles, Duarte de
Ochoa, Lozoya y Duarte Jáquez parecen conducir a un mismo nudo: el
financiamiento ilegal de las campañas del PRI, especialmente de la de
2012 en la que Peña ganó la presidencia a costa de torrentes de dinero,
pero también las de varios gobiernos estatales (Estado de México) en las
que se derrocharon recursos y se rebasaron los topes establecidos.
También podría hablarse de los actos de represión durante los gobiernos
de Peña en el Estado de México y el país: San Salvador Atenco, el 1 de
diciembre de 2012 en la Ciudad de México, Tlatlaya, Apatzingán,
Nochixtlán, Iguala —con sus 43 normalistas desaparecidos sin solución
aún— y Tanhuato, varios de ellos verdaderos crímenes de Estado que
colocaron e México en la mira de las organizaciones internacionales
oficiales y civiles de derechos humanos. También de los más de 37 mil
desaparecidos contabilizaos durante su mandato y el asesinato de 66
periodistas y de 161 defensores de derechos humanos, crímenes casi en su
totalidad impunes o ni siquiera esclarecidos. De ese pesado lastre de
su gobierno más reciente tendría que desprenderse el PRI para recuperar
alguna dosis de aceptación social. El propio ex candidato presidencial
priista Francisco Labastida Ochoa ha calificado a Peña Nieto como el
peor presidente que ha tenido México en los tiempos actuales.
Ahora, el tema del financiamiento público, con el acuerdo del Consejo
General del INE de otorgar a los partidos registrados 5 mil 240 millones
de pesos para 2020, coloca al PRI en un nuevo dilema. De esa cuantiosa
cifra (a la que habría que agregar la otorgada por los organismos
electorales de las entidades federativas, que quizá se aproxime a otro
tanto) le correspondería al partido tricolor unos 896 millones. Sin
embargo, de inmediato el presidente López Obrador ha reaccionado a ese
acuerdo del organismo superior electoral haciendo un llamado a los
dirigentes partidarios a devolver la mitad de esas prerrogativas, e
incluso ha girado instrucciones a la Secretaría de Hacienda de dialogar
con ellos para ese fin. Renunciar a esos recursos, de por sí exiguos
para el tamaño del aún voluminoso aparato priista, significaría
profundizar su crisis; no hacerlo implicaría aumentar su desprestigio
ante una sociedad harta de la partidocracia y de los abusos que desde
las franquicias electorales se siguen cometiendo.
No es
inminente que el PRI pierda su registro electoral en los años
inmediatamente por venir. Su presencia sigue siendo extendida entre los
ciudadanos del país. Pero se ve cada vez más difícil que logre el acceso
a posiciones de poder por la vía de votaciones de mayoría relativa. Aun
con su renovada dirigencia la sombra del fracaso lo asechará durante la
nueva etapa que se ha abierto, la que López Obrador y Morena han
proclamado como “Cuarta Transformación”. El camino que le quedará será
el de contemporizar con el gobierno obradorista y evitar el
enfrentamiento con éste, que sólo llevaría a su mayor desgaste. Pero aún
eso difícilmente lo salvará de la marginalidad en las elecciones por
venir en 2020, 2021 y aún en las de 2024. Los ciudadanos dieron un
veredicto implacable en 2018, cuyas consecuencias todavía no acaban de
desplegarse para el ya ni revolucionario ni institucional, como se
seguirá viendo en el próximo periodo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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