La prolongación de este tiempo de incertidumbre ante la pandemia, en
particular en países como México y Estados Unidos donde no se han tomado
medidas efectivas para evitar mayores contagios y muertes, impide
planear hacia el corto y mediano plazo con un mínimo de certeza.
Diversas autoridades están apostando por medidas que, en principio,
podrían permitir un “regreso a la normalidad” que evite mayores pérdidas
económicas y prevenga en lo posible nuevos contagios.
Prestar atención a la salud física y a la economía es sin duda
prioritario y deben encontrarse soluciones reales que no antepongan la
necesidad de reducir la crisis económica a la urgencia de prevenir una
catástrofe sanitaria mayor. Al mismo tiempo, es preciso reconocer el
impacto psicológico de la pandemia y la cuarentena en comunidades,
familias y personas. Pensar que somos una sociedad resiliente porque “ya
estamos acostumbrados” a terremotos, inundaciones y otros desastres
naturales o porque, pese a la violencia extrema seguimos “funcionando”
como sociedad, es ocultar bajo el tapete los efectos negativos de tales
eventos potencialmente traumáticos y seguir normalizando situaciones
dañinas para la psique individual y la convivencia social.
Si bien un mismo acontecimiento puede afectar en grados variables a
las personas y no todas quedan necesariamente traumatizadas, ni padecen
las mismas secuelas, e incluso muchas pueden resistir, adaptarse y
reconstruirse, pasar por alto los potenciales efectos dañinos del
aislamiento, del empobrecimiento material y social, de la incertidumbre
misma, o el impacto de la violencia en el ámbito familiar en estos
tiempos, implicaría dejar pasar la oportunidad de debatir y enfrentar,
desde la sociedad y las instituciones gubernamentales, el tema de la
salud mental, todavía cercado de prejuicios.
En este campo, uno de los problemas que requiere mayor difusión, y
sobre todo prevención, es el impacto potencial del maltrato infantil y
de la violencia familiar e institucional en el desarrollo de niñas,
niños y adolescentes. ¿Qué pasará con esas niñas y niños que han sido
separados de sus familiares y abandonados a su suerte en centros de
detención o con familias temporales en Estados Unidos? ¿Cómo está
creciendo la niñez maltratada a diario por padres o madres desesperados o
sólo incapaces de reconocer en sus hijos a personas con derechos? ¿Qué
futuro está ofreciendo el Estado a niñas abusadas por familiares a las
que autoridades estatales o municipales impiden abortar? ¿Cómo reparará
el Estado el daño que inflige su negligencia o colusión con la trata y
la pornografía infantil? ¿Qué porvenir tendrán las niñas, niños y
adolescentes que han vivido la cuarentena con miedo, violencia y hambre?
Potencialmente, estas niñas, niños y adolescentes pueden quedar
marcadas, por meses, años o toda la vida, por experiencias de abandono,
humillación, descalificación, maltrato físico, abuso, cosificación, y
deshumanización en sus distintas variantes. La violencia psicológica por
sí misma deja hondas huellas que repercuten en el desarrollo emocional;
el abuso sexual y el maltrato físico, sobre todo cuando es temprano,
pueden afectar el desarrollo neurológico, y por tanto intelectual, de
quienes lo sufren; el abuso sexual y la violencia constante pueden
empujar a conductas de riesgo o a la depresión.
En tanto a menudo no se vive una sola forma de violencia y se está
expuesta a maltrato en distintos ámbitos, en la infancia y juventud
pueden acumularse experiencias traumáticas difíciles de superar, sobre
todo sin ayuda. Así, pueden desarrollarse trastornos de estrés
postraumático que dificultan o arruinan la vida.
Ocultar, minimizar o tolerar el maltrato y los abusos contra niñez y
adolescencia, es normalizar la violencia contra quienes en muchos casos
no pueden denunciar ni defenderse, aceptar como “condición de vida” lo
que son violaciones a Derechos Humanos, y propiciar más insatisfacción,
desesperanza y dolor en generaciones cuyo futuro está ya rondado de
riesgos.
20/LMP/LGL
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