Black Mirror. Para su primer largometraje, ¡Huye! (Get out),
el realizador afroaestadunidense Jordan Peele ha elegido una estrategia
narrativa original y provocadora. Un posible drama social, con
destellos humorísticos, sobre un joven negro y la novia que lo lleva a
visitar, por vez primera, a sus padres liberales blancos, se aventura en
el género de horror que tanto fascina al gran público, en especial a
espectadores jóvenes, y sale airoso del intento.
El joven fotógrafo Chris Washington (el británico Daniel Kaluuya)
manifiesta su temor ante la perspectiva de conocer a la familia y amigos
de Rose (Allison Williams), su novia anglosajona, quien considera
innecesario prevenirlos del origen étnico de su compañero confiando en
las convicciones liberales de sus progenitores. Su padre, el neurólogo
Dean (Bradley Whitford), disipa de inmediato las aprensiones del joven:
De haber podido, habría votado por Barack Obama una tercera vez, exclama satisfecho a manera de bienvenida. El resto de la cinta será un mordaz y sangriento desmontaje de esa gran ilusión liberal.
Cinco décadas después de aquella emblemática comedia de la reconciliación racial, ¿Sabes quién viene a cenar? (Guess Who’s Coming to Dinner?,
Stanley Kramer, 1967), la cinta de Jordan Peele propone una visión
irónica de una persistente intolerancia en Estados Unidos que hoy es
capaz de volver a desatar expresiones de rencor racista supuestamente
superadas, mismas que tuvieron, como punto álgido, en 1957, el escarnio y
los escupitajos padecidos por la joven estudiante negra Hazel Bryan
durante su primer día de clases en una escuela de blancos en Little
Rock, Arkansas. Ese episodio lamentable lo recupera el documental No soy tu negro, de Raoul Peck.
Los personajes que habitan la cinta de Jordan Peele, y a los que se
enfrenta un atónito Chris Washington, parecen extraídos de algún
episodio de la perturbadora serie Black Mirror o de una Dimensión desconocida
puesta al día. El lugar de la acción: un hogar de placidez engañosa, en
un suburbio de clase media, frecuentado por personajes siniestros (los
amigos de la familia) de quienes cabe esperar una dentellada feroz
detrás de cada sonrisa, y donde hasta los sirvientes negros parecen
siempre enigmáticos y esquivos.
El clima moral es malsano y amenazador, como en una película de David
Lynch, y la violencia puede estallar, de modo intempestivo, en una
carretera, en un jardín, o en el interior burgués, donde, mediante una
cura de hipnosis, Missy (Catherine Keener), la madre de Rose, pretende
alejar a Chris del tabaco.
La presencia en ese lugar de otros negros no representa para
el protagonista ninguna garantía de solidaridad o protección, antes bien
lo contrario. Se trata de personajes domesticados por la gran
asimilación triunfante, celosos de sus mínimos privilegios, que miran
con desconfianza al nuevo forastero de su misma raza.
Sólo Jeremy (Caleb Landry Jones), el temperamental hermano de la
novia, se autoriza la franqueza de un rechazo visceral. Todo lo demás
exuda hipocresía liberal por todos los poros. Por un lado, la actitud
amable y bienintencionada de la familia de la novia sólo acierta a
desdibujar a Chris (el negro que por su buena educación se quedó a medio
camino de volverse blanco) con los clichés culturales más burdos; por
el otro, el círculo de invitados se esfuerza inútilmente en disimular un
añejo desdén racista con una cordialidad ensayada.
El joven realizador maneja con acierto no sólo registros dramáticos
que en ocasiones se aventuran en el terreno de lo fantástico, sino de
modo especial toda la carga humorística de situaciones donde el absurdo
es absoluto. Pocas producciones recientes sobre la discriminación a
minorías étnicas poseen un grado semejante de ironía y malicia.
Un acierto de la cinta es su cabal aprovechamiento de los géneros del
horror, la comedia, y el drama social en una vertiginosa apuesta
combinatoria. Esa audacia explica, en parte, su éxito comercial. La
película se estrena además en un contexto de polarización social
particularmente agudo. Los años Obama, que debían impulsar culturalmente
una noción de lo posracial, o la indiferencia a la condición étnica, se
han transformado en un tiempo de zozobra moral.
El documental No soy tu negro y esta ficción sugerente y escuetamente titulada ¡Huye!,
se perciben, así, como las dos caras de una misma moneda. A una
corrección política ya desgastada, Jordan Peele y Raoul Peck han
opuesto, cada uno a su manera, el saludable desencanto de un
escepticismo crítico. ¡Enhorabuena!
¡Huye! se exhibe en salas comerciales.
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