Carlos Bonfil
Réquiem por un sueño. El misterio de Silver Lake (Under the Silver Lake, 2018), tercer largometraje de David Robert Mitchell (It follows,
2014), tiene dos personajes centrales y omnipresentes, Sam (Andrew
Garfield), un adolescente prolongado de 33 años, adicto al sexo, a los
cómics y a los video juegos, y Los Ángeles, ciudad cargada de mitologías
cinematográficas y escenario de thrillers memorables, con sus
múltiples adaptaciones a la pantalla grande. Cuando Sam, de ocupación
profesional azarosa, inquilino moroso atento a espiar desde su ventana a
sus vecinas semidesnudas, descubre que una de ellas, Sarah (Riley
Keough), con quien ha tenido una efímera relación erótica, ha
desaparecido misteriosamente, se dispone a ir en su busca improvisándose
como detective aficionado, émulo de su célebre homónimo Sam Spade,
aunque con la parafernalia, las manías y obsesiones de un milleniall acelerado.
¿Y dónde habría de buscar un sabueso semejante las pistas idóneas
para dilucidar la desaparición o el posible crimen de Sarah, sino en su
propio repertorio de fetiches consumistas, así como en el desván de las
más fantasiosas teorías de la conspiración, como la que atribuye a la
cultura pop perversas estrategias de manipulación masiva? Partiendo de
esa premisa narrativa, el realizador, también guionista, da rienda
suelta a sus fantasías más delirantes, que aspiran al onirismo
surrealista para aterrizar, las más de las veces, en un absurdo
grotesco. Así, la noche angelina en que se abisma y pierde el erotómano
Sam (un poco al modo del personaje de Después de hora / After Hours
–Scorsese, 1985– en la noche neoyorquina), aparece poblada aquí de
sucesos de nota roja como misterioso asesino de perros, alegoría de la
inseguridad urbana y de las paranoias que despierta, o la transformación
de jóvenes modelos en una pandilla de vengadoras que adoptan el ladrido
como expresión intimidatoria.
En la imaginación febril del joven nerd, la realidad y el
sueño delirante se confunden caprichosamente. Hay en esa notable
recreación de atmósferas urbanas muy oscuras, ecos evidentes del
multicitado cine de David Lynch, en especial Mullholland Drive, pero también de la exasperación juvenil del Gregg Araki de Nowhere (1997) o de The Doom Generation
(1995), aunque en el caso de Mitchell es tan avasallador el inventario
ecléctico de ocurrencias y referencias fílmicas que hacia la recta final
del relato deshilvanado no deben ser pocos los espectadores que
resientan los efectos de una cruda o un bajón producto de tanta mezcla
disparatada. Resulta tan innegable la vitalidad y energía del realizador
como la evidente incoherencia de su estrategia narrativa. Tal vez lo
que mejor pudiera desprenderse de ese largo anecdotario de un hipster
onanista, sea precisamente su intento por penetrar ambientes
socialmente glamorosos en los que en definitiva no encaja, para
encontrarse luego, penosamente, en su posición original de voyeurista
ocioso, negado a gratificaciones afectivas duraderas y perdiendo los
últimos asideros de serenidad a su alcance en una búsqueda detectivesca,
llena de mensajes crípticos, que a muy pocos, fuera de él, realmente
importan. El carrusel de citas que van del Hitchcock de La ventana indiscreta (1954) al Frank Borzage de El séptimo cielo
(1927), es ciertamente una delicia para cualquier cinéfilo, pero una
vez armado el rompecabezas de esa trivia del maniático juvenil que
colecciona carteles de cine, historietas gráficas de horror, o viejas
revistas Playboy para una mecánica sexual solitaria digna de
mejores goces, ya sólo queda una pretendida crítica a un consumismo
voraz y a una explotación sexual que paradójicamente la cinta refuerza
con el despliegue e ilustración de sus propias fantasías narcisistas.
Es muy probable que por ese retrato tan afilado que hace a través de
Sam de una generación con contradicciones existenciales muy fuertes,
ensimismada en los goces vicarios, recelosa de su privacidad y al mismo
tiempo exhibicionista en las redes, El misterio de Silver Lake
bien pueda convertirse en una cinta de culto, una suerte de objeto pop
parecido a la multitud de objetos y símbolos similares que hace desfilar
en la pantalla. En su cementerio de ilusiones perdidas hay una lápida
para Janet Gaynor, otra para Hitchcock, una más para James Dean, y todas
ellas se convierten en la cinta en cubiertas de mesa para un consumismo
pop-moderno. Una curiosa manera de festejar el cine anticipando ya sus
funerales.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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