6/16/2019

El misterio de Silver Lake



Réquiem por un sueño. El misterio de Silver Lake (Under the Silver Lake, 2018), tercer largometraje de David Robert Mitchell (It follows, 2014), tiene dos personajes centrales y omnipresentes, Sam (Andrew Garfield), un adolescente prolongado de 33 años, adicto al sexo, a los cómics y a los video juegos, y Los Ángeles, ciudad cargada de mitologías cinematográficas y escenario de thrillers memorables, con sus múltiples adaptaciones a la pantalla grande. Cuando Sam, de ocupación profesional azarosa, inquilino moroso atento a espiar desde su ventana a sus vecinas semidesnudas, descubre que una de ellas, Sarah (Riley Keough), con quien ha tenido una efímera relación erótica, ha desaparecido misteriosamente, se dispone a ir en su busca improvisándose como detective aficionado, émulo de su célebre homónimo Sam Spade, aunque con la parafernalia, las manías y obsesiones de un milleniall acelerado.
¿Y dónde habría de buscar un sabueso semejante las pistas idóneas para dilucidar la desaparición o el posible crimen de Sarah, sino en su propio repertorio de fetiches consumistas, así como en el desván de las más fantasiosas teorías de la conspiración, como la que atribuye a la cultura pop perversas estrategias de manipulación masiva? Partiendo de esa premisa narrativa, el realizador, también guionista, da rienda suelta a sus fantasías más delirantes, que aspiran al onirismo surrealista para aterrizar, las más de las veces, en un absurdo grotesco. Así, la noche angelina en que se abisma y pierde el erotómano Sam (un poco al modo del personaje de Después de hora / After Hours –Scorsese, 1985– en la noche neoyorquina), aparece poblada aquí de sucesos de nota roja como misterioso asesino de perros, alegoría de la inseguridad urbana y de las paranoias que despierta, o la transformación de jóvenes modelos en una pandilla de vengadoras que adoptan el ladrido como expresión intimidatoria.
En la imaginación febril del joven nerd, la realidad y el sueño delirante se confunden caprichosamente. Hay en esa notable recreación de atmósferas urbanas muy oscuras, ecos evidentes del multicitado cine de David Lynch, en especial Mullholland Drive, pero también de la exasperación juvenil del Gregg Araki de Nowhere (1997) o de The Doom Generation (1995), aunque en el caso de Mitchell es tan avasallador el inventario ecléctico de ocurrencias y referencias fílmicas que hacia la recta final del relato deshilvanado no deben ser pocos los espectadores que resientan los efectos de una cruda o un bajón producto de tanta mezcla disparatada. Resulta tan innegable la vitalidad y energía del realizador como la evidente incoherencia de su estrategia narrativa. Tal vez lo que mejor pudiera desprenderse de ese largo anecdotario de un hipster onanista, sea precisamente su intento por penetrar ambientes socialmente glamorosos en los que en definitiva no encaja, para encontrarse luego, penosamente, en su posición original de voyeurista ocioso, negado a gratificaciones afectivas duraderas y perdiendo los últimos asideros de serenidad a su alcance en una búsqueda detectivesca, llena de mensajes crípticos, que a muy pocos, fuera de él, realmente importan. El carrusel de citas que van del Hitchcock de La ventana indiscreta (1954) al Frank Borzage de El séptimo cielo (1927), es ciertamente una delicia para cualquier cinéfilo, pero una vez armado el rompecabezas de esa trivia del maniático juvenil que colecciona carteles de cine, historietas gráficas de horror, o viejas revistas Playboy para una mecánica sexual solitaria digna de mejores goces, ya sólo queda una pretendida crítica a un consumismo voraz y a una explotación sexual que paradójicamente la cinta refuerza con el despliegue e ilustración de sus propias fantasías narcisistas.
Es muy probable que por ese retrato tan afilado que hace a través de Sam de una generación con contradicciones existenciales muy fuertes, ensimismada en los goces vicarios, recelosa de su privacidad y al mismo tiempo exhibicionista en las redes, El misterio de Silver Lake bien pueda convertirse en una cinta de culto, una suerte de objeto pop parecido a la multitud de objetos y símbolos similares que hace desfilar en la pantalla. En su cementerio de ilusiones perdidas hay una lápida para Janet Gaynor, otra para Hitchcock, una más para James Dean, y todas ellas se convierten en la cinta en cubiertas de mesa para un consumismo pop-moderno. Una curiosa manera de festejar el cine anticipando ya sus funerales.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1

No hay comentarios.:

Publicar un comentario