La Jornada
En el contexto del Día Mundial
del Refugiado, que se conmemoró ayer, la secretaria de Gobernación,
Olga Sánchez Cordero, emitió un doble mensaje para los que ingresan a
México con la intención de alcanzar la frontera estadunidense: por una
parte advirtió que no se les permitirá usar el territorio mexicano para
llegar a Estados Unidos, lo que significa, en los hechos, la cancelación
de su derecho al libre tránsito o, al menos, la asunción de que éste se
encuentra suspendido para los extranjeros que se dirigen hacia nuestro
vecino del norte.
Se trata sin duda de un anuncio lamentable que además contraviene un
derecho consagrado tanto en la Constitución como en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos.
Aunque esto no hace menos deplorable el comunicado referido, debe
señalarse que el libre tránsito pertenece al orden de las garantías que
en todo el planeta se encuentran severamente acotadas, cuando no
llanamente denegados: el libre tránsito pleno no se observa en ningún
país del mundo, pues todos los Estados condicionan de una u otra manera
el ingreso de extranjeros a sus respectivos territorios. En los hechos,
pues, es una reivindicación no lograda, y esto resulta particularmente
cierto en el caso de las naciones que se jactan de mantener altos
estándares de respeto a los derechos humanos.
Además, y sin intención de desconocer lo desolador del mensaje de
Sánchez Cordero, no puede ignorarse que México toma esta medida en el
contexto de la relación bilateral, cuando la nación vecina es gobernada
por un político que tiene la permanente necesidad de fabricarse enemigos
externos para exacerbar las actitudes chovinistas de su base electoral y
que, lamentablemente, posee el poder para presionar para el
cumplimiento de sus exigencias a otros gobiernos.
Por otra parte, así como es doloroso constatar la permanencia de
México en este conglomerado mundial de negación o limitación de la
libertad de tránsito, también debe reconocerse en las declaraciones de
la titular de Gobernación el ofrecimiento de una política de puertas
abiertas para quienes decidan quedarse en nuestro país mediante visados,
permisos de trabajo y la voluntad de incluirlos de manera plena en la
sociedad mexicana. Con ello, México se coloca en una posición
verdaderamente excepcional: en un planeta lleno de alambradas, de
xenofobias e intolerancia, no puede escatimarse el valor ejemplar de
invitar a los extranjeros a permanecer e integrarse.
Esta encomiable postura oficial no sólo requerirá de un ingente
esfuerzo económico y organizativo para dar a los huéspedes condiciones
de trabajo, vivienda, salud y educación –esfuerzo que, previsiblemente,
se inscribirá en el marco de los programas sociales emprendidos por la
Cuarta Transformación–, sino también de un intenso trabajo educativo y
cultural para erradicar los reflejos xenófobos y racistas que persisten
en importantes sectores de la población, los cuales se han visto
inducidos a experimentar paranoias y percepciones de peligro asociadas a
cualquier extranjero.
Si no son atajadas mediante la educación, estas tendencias podrían
provocar situaciones en todo punto indeseables en un escenario de país
abierto y oferente de nuevos horizontes para quienes llegan a él.
Por último, la condición de asignatura pendiente que guarda la
libertad de tránsito, así como la coyuntura que obliga a México a
ponerla en suspenso, no deben orillar a la resignación, sino por el
contrario, al esfuerzo concertado para convertirla en realidad los más
pronto posible.
El gobierno y la sociedad mexicanos deben empeñarse para actuar en
los ámbitos interno y externo a fin de avanzar en la materialización de
ese derecho humano.
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