La Jornada
En las pasadas semanas se ha
discutido, dentro y fuera de la academia, sobre los ingresos de
profesores e investigadores de universidades, centros y otras
instituciones de educación superior (IES) públicas. En muchos casos las
discusiones han sido parciales y poco informadas, motivadas por la
aplicación de recortes en algunas instituciones y se han exacerbado con
reportes de prensa confusos y rumores en redes sociales.
Los sistemas de remuneración de los académicos se volvieron muy
complejos desde los años 80. Con las crisis de 1976 y 1982, los salarios
en el país tuvieron caídas dramáticas. La educación superior no fue una
excepción. La caída real del promedio de los salarios de profesores,
investigadores y técnicos académicos de la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM) fue de -70 por ciento.
Esta reducción porcentual fue aun mayor que las tasas de caída del
salario mínimo. Hacia la academia prevaleció una política deliberada de
contención salarial. La intención fue establecer sistemas de pagos por
méritos, diferenciados, basados en la medición de resultados. En 1984 se
creó el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y pronto una
diversidad de programas de incentivos o estímulos en las IES y centros
de investigación.
En la UNAM, el SNI y los incentivos representan entre 55 por ciento y
80 por ciento del ingreso máximo posible (según nombramiento,
categoría, nivel y antigüedad). La situación en las otras IES es
parecida, aunque en el caso de la Universidad Autónoma Metropolitana
(UAM) el salario base tiene un peso aún menor en el ingreso total.
Este sistema de remuneración fue impuesto por sucesivas
administraciones federales. Fue diseñado y concebido para introducir
prácticas de mercado en la academia. En nombre de la calidad se
impusieron nociones de competencia y productividad. Se buscó, con toda
intención, estratificar y jerarquizar a los académicos, entre sí y entre
las diversas instituciones.
Las comunidades hemos logrado reducir algunos de los problemas e
impactos negativos de estas políticas. Pero el SNI y los estímulos
siguen presentando muchos problemas y generando críticas de los propios
académicos. Las tres más notables son: a) el incremento de la
desigualdad en las remuneraciones de los profesores (sobre todo entre
los de tiempo completo y los de asignatura), b) la reducción del trabajo
académico a medidas cuantitativas de productividad e impacto y c) la
disolución de la vida académica colectiva y la colegialidad.
Con todo y estos problemas los académicos alcanzamos cierta
estabilidad y certidumbre, sobre las reglas en que se basan las
remuneraciones. Luchas y presiones de años nos han permitido recuperar
ingresos más dignos. Un ejemplo, en 1976 el salario promediado de los
académicos de carrera en la UNAM era de casi 15 salarios mínimos (smn).
Hoy es de 5 smn. El resto de los ingresos proviene, en una estimación
gruesa, de los estímulos (4 smn) y el SNI (5 smn). En promedio el
ingreso es un poco menor que en 1976.
Son ingresos justos, y no privilegios. Corresponden a la preparación
intensa que requerimos y hemos adquirido a lo largo de años, así como al
trabajo especializado que realizamos. En el resto de las IES del país
las remuneraciones suelen ser menores, el acceso a estímulos y al SNI
más limitado y la estabilidad del ingreso más precaria.
Estos sistemas podrían ser transformados, perfeccionados o
eliminados, siempre y cuando los propios académicos participemos en su
discusión y evaluación, así como en las propuestas de cambio o diseño de
alternativas, si fuera necesario. Mientras esto no ocurra, hoy es
imprescindible garantizar a profesores, investigadores y técnicos que
sus remuneraciones no están en peligro.
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