Pedro Miguel
La Jornada
Se repite el guión de 2016:
nada le iría mejor a Donald Trump en el arranque de su carrera por la
relección, que un país vecino al cual colocarle la máscara de enemigo.
El poder construir un escenario semejante, con tensiones fronterizas
crecientes y una espiral de intercambios verbales hostiles, le
permitiría azuzar a los sectores que lo apoyaron hace tres años con
dosis masivas de chovinismo patriotero y triunfos de utilería cuya
correspondencia con la realidad no sería corroborada por la opinión
pública. Desde luego, el candidato fácil para esa fabricación es México,
habida cuenta de la tremenda desventaja en que se encuentra en casi
todos los ámbitos con respecto a la superpotencia. El enemigo interno
vuelve a ser el mismo: los trabajadores extranjeros –principalmente, los
latinoamericanos– que han sido definidos por varios analistas como
los judíos de Trump, en extrapolación al espantajo que fabricó el Tercer Reich.
Pero Trump no es Hitler. Su patrioterismo es más demagogia que
ideología y no es un desequilibrado mesiánico sino un hombre de negocios
exageradamente pragmático y fanfarrón. Sabe perfectamente que los
migrantes son indispensables para la economía de su país y, en lo
inmediato, le han sido útiles para exhibir
mano duraante sus electores, lo que se ha traducido en la desmesurada crueldad de las medidas de separación de familias y el confinamiento de menores en campos de concentración. En los hechos, en su primer año en la Casa Blanca, las deportaciones de mexicanos descendieron con respecto a las realizadas por Obama, y en 2018 el número de deportados de todas las nacionalidades fue de unos 256 mil, semejante al promedio anual de su antecesor.
Sin ignorar la barbarie que esto significa, los datos deben ser
contrastados con el despropósito que expresó en su campaña de 2016 en el
sentido de que expulsaría a
entre dos y tres millonesde extranjeros en sus primeros tres meses de gobierno, amenaza que repitió hace un par de días en términos casi idénticos. Otro dato relevante es que en los primeros dos años de Trump el porcentaje de deportados que tenían antecedentes penales –para las autoridades estadunidenses, una infracción de tránsito basta– fue mucho menor que en la presidencia previa, y mayor la proporción de personas con expedientes
limpios, lo que indica que el propósito principal de la persecución antimigrante ha sido crear un clima de terror entre las comunidades mexicanas y latinoamericanas del país vecino.
En años recientes México ha ido perdiendo importancia como lugar de
origen del flujo migratorio y ganándolo como territorio de tránsito, de
modo que ahora la principal acusación de Trump es que no hacemos nada
para evitar que las caravanas de centroamericanos lleguen a la frontera
común.
En este punto, lo que en el presidente estadunidense es un eslogan de
campaña coincide con lo que en el mexicano es una convicción auténtica:
se debe terminar con los flujos migratorios. En donde Trump acusa
invasióny
amenaza, Andrés Manuel López Obrador observa un terrible sufrimiento humano que debe ser resuelto desde sus raíces, es decir, atacando las condiciones de pobreza e inseguridad que obligan a cientos de miles a abandonar sus lugares de origen. Esta idea que ha sostenido desde hace años se traduce en políticas de desarrollo y bienestar en las zonas de expulsión de población –mexicanas y centroamericanas– y en la creación de
cortinasde prosperidad que retengan con empleos a quienes emprenden el viaje al país vecino: el Tren Maya, el proyecto transístmico y las medidas económicas especiales en la Frontera Norte; asimismo, conlleva una estrategia conjunta de México, Estados Unidos y Canadá para cooperar en el desarrollo regional de Guatemala, Honduras y El Salvador.
La propuesta es impecable en sí misma pero tiene un punto débil de
cara al actual escenario político estadunidense: la marca Trump no es la
colaboración sino la hostilidad y el magnate está urgido de molinos de
viento contra los cuales arremeter; tal es la razón por la cual amenazó a
México con los aranceles progresivos y el motivo de la cancelación de
presupuestos de ayuda para Centroamérica, y si el gobierno de López
Obrador adoptara actitudes intransigentes –como lo recomiendan ahora los
neoliberales que durante décadas gobernaron con entreguismo y sumisión a
Washington– le daría pie para escalar su belicosidad y le haría, con
ello, un gran favor, a costa de sacrificar las perspectivas nacionales
de crecimiento económico.
Con Trump afanoso de relegirse, acosado por sus propios escándalos y
urgido de enemigos imaginarios, el tiempo electoral estadunidense será
muy duro para México pero, por otro lado, lo forzará a diversicar su
comercio y a concentrarse en lo central: la construcción de un país
próspero y seguro que no expulse a su población.
Twitter: @navegaciones
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