Tres años de normalización
y promoción del racismo, la xenofobia, la homofobia y otras formas de
intolerancia desde la Casa Blanca se reflejan en el informe acerca de
crímenes de odio publicado por la Oficina Federal de Investigaciones
estadunidense (FBI): mientras entre 2017 y 2018 el total de estos
delitos registró una disminución marginal de 0.77 por ciento, aquellos
cometidos contra personas de origen
hispano(es decir, hispanohablantes o sus descendientes, sin importar su procedencia) se dispararon 41 por ciento, mismo aumento que experimentaron los dirigidos contra miembros de la comunidad de la diversidad sexual.
Para realizar su reporte, el FBI define un crimen de odio como un
delito contra una persona o propiedad motivado en todo o en parte por el prejuicio de un delincuente contra una raza, religión, discapacidad, orientación sexual, etnia, género o identidad de género. La distinción entre los ataques contra las personas y las propiedades resulta significativo, pues en el periodo estudiado la aparente reducción en el conjunto de estos crímenes se ve opacada por el aumento de 12 por ciento en los ataques dirigidos contra las personas.
Si estas cifras son en sí mismas alarmantes, lo es más el subregistro
existente en el estudio que realiza la agencia de seguridad: dado que
el informe se elabora a partir de los datos proporcionados por las
oficinas estatales y locales de policía, y que éstas no se encuentran
obligadas a llevar un conteo de los crímenes de odio, 85 ciudades de más
de 100 mil habitantes se negaron a ofrecer información o dijeron que en
sus jurisdicciones no se cometió ningún delito de este tipo. Dos
estados completos, Alabama y Wyoming, afirmaron que en 2018 ningún
crimen de odio tuvo lugar en sus territorios, aserto del todo
inverosímil si se considera que el primero de ellos es bastión histórico
de grupos del supremacismo blanco. Para dimensionar de mejor manera el
problema de los crímenes motivados por prejuicios puede recurrirse a la
Encuesta Nacional de Victimización del Departamento de Justicia, que los
estima en 250 mil al año.
Como refleja el último dato mencionado, los crímenes de odio son un
atroz elemento de la cotidianidad de una nación que nunca ha emprendido
un esfuerzo serio y creíble de memoria histórica que ponga a sus
ciudadanos blancos ante la realidad de que el país actual se construyó
sobre una sucesión de crímenes a gran escala: el exterminio sistemático
de la población nativa, que constituye uno de los mayores genocidios de
la historia mundial; el tráfico y esclavización de millones de seres
humanos de piel negra, así como la segregación legal de que fueron
objeto tras abolirse formalmente la esclavitud; la explotación en
condiciones indistinguibles de la esclavitud de decenas de miles de
inmigrantes chinos durante la segunda mitad del siglo XIX, o las leyes
que hasta un momento tan reciente como 2003 criminalizaban cualquier
expresión de la sexualidad distinta de la hegemónica.
En suma, la irrupción de Donald Trump en la vida política
estadunidense no creó los prejuicios que ponen en peligro las vidas de
millones de ciudadanos, pero su discurso y sus actos sí han
envalentonado a los sectores más retrógradas de este país al brindarles
un respaldo institucional e incluso jurídico que amenaza con llevar los
crímenes de odio a niveles de verdadera epidemia. La posibilidad de que
el republicano consiga relegirse el año próximo vuelve temible este
riesgo.
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