“En mis tiempos…”
así comenzó la frase un señor que defendía su privilegio para, en su opinión,
halagar a las mujeres con eso que se ha llamado “piropos”. Y protestaba porque
yo a eso le llamaba “acoso callejero”.
De unos años para
acá lo que tradicionalmente se llamaban “piropos” están puestos bajo el
reflector. Y lo están junto con muchas otras conductas que se consideraban
“normales”. Sin importar lo que opináramos. Las mujeres quiero decir.
La costumbre
permitía a los hombres decirles a las mujeres que se cruzaban por su camino, lo
que les viniera en gana. Y de su boca lo mismo podía salir una frase más o
menos poética o vulgar y violenta. O todo junto. O todo lo que cupiera entre
uno y otro extremo.
Pero el punto es
que las mujeres debíamos recibir eso como un halago. No importaba si lo
deseábamos o no. No importaba si era bienvenido o no. No importaba si nos
molestaba o no. No importaba si nos parecía ofensivo o no. Nuestra opinión no
contaba en absoluto.
¿Quién decide si
esos comentarios son ofensivos o no?, ¿quién califica de elegantes o vulgares
esos dichos? Hasta hace poco, sólo quien los profería. Así que si al señor le
parecía galante lo que a nosotras una ofensa, qué pena con nuestra opinión
porque a nadie le importaba.
Eso ha cambiado.
Porque ahora importa. A muchas nos importa. Y nos parece que lo único
importante es nuestro consentimiento.
¿Por qué hemos de
aguantar lo que otro nos diga al caminar por la calle?, ¿por qué hemos de
recibir su opinión sobre nuestro cuerpo sin chistar?, ¿por qué hemos de aceptar
-con gratitud y de buen modo, además- los comentarios de un hombre?
Los privilegios
deben terminar donde comienzan los derechos. Y nuestro derecho a una vida libre
de violencia incluye terminar con el privilegio masculino a decirnos lo que les
venga en gana mientras caminamos por la calle, por los pasillos, por la vida.
Por eso le hemos cambiado el nombre y ahora le llamamos “acoso callejero”.
He impartido en
muchas ciudades del país conferencias y talleres de prevención del acoso y
hostigamiento sexual, en los que incluyo el tema del acoso callejero. Y en
ninguno –léase bien: ninguno- las mujeres que me escuchan han dicho que se sintieron
halagadas o contentas con algún “piropo”.
Todo lo contrario.
Dicen que sienten: miedo, angustia y mucha incomodidad.
Pero poner un alto
a esto no es tan simple como pareciera. Porque hay muchas personas –señores
principalmente- dispuestos a defender su privilegio sin atender -o escuchar con
empatía- a las potenciales receptoras de lo que él considera un halago.
Eso me sucedió en
la conferencia que al respecto ofrecí recientemente en una universidad.
“En mis tiempos
–comenzó su argumentación un profesor- los piropos eran buenos piropos. No como
los de ahora. Pero con posturas como la suya –me dijo- nos debemos quedar
calladitos. Se pierde el romanticismo. Ustedes se lo pierden”.
Maestras que estaban ahí lo fueron interrumpiendo. Cuando el profesor
dijo: “…nos debemos quedar calladitos”, ellas dijeron en voz alta:
“mejor”. “… se pierde el romanticismo…” Algunas dijeron: “ni falta que
hace”. Pero la risa estalló cuando el profesor remató: “ustedes se lo
pierden”. Yo sonreí y alcancé a decir: “No se preocupe. Podemos vivir
con eso”.
CIMACFoto: César Martínez López
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