La conducción gubernamental,
según sesudos teóricos, no puede llevarse de un modo, original,
distinto, más apegado a lo popular, a lo justo. Tiene que seguir, sin
dudas y desviaciones, las duras reglas de la democracia. Ese largo y
accidentado sendero, de innumerables meandros, que se pretende reducir a
un sistema electoral para arribar al poder. Un modo de hacer y conducir
el quehacer público de acuerdo con los pesos y contrapesos que conducen
a un mejor balance de medibles resultados. Un trajinar que se apegue a
ciertas reglas de transparencia para la toma de decisiones mejor
informadas y compartidas. Una democracia que se entiende como un
conjunto de normas que, según los críticos apegados al concentrador
modelo, fue penosamente perfeccionado en el anterior y decadente sistema
establecido, hoy bajo litigio y cambio. Uno en el cual, los muchos
defensores que se expresan por todos lados, encontraron su modus vivendi y operandi.
Y de ahí no quieren salir o no les presenta, la actual conducción de
los asuntos públicos, una salida que les convenga. La desean, la
disputan y quieren, en todo caso, a la medida de sus preferencias,
intereses y entendimiento.
Durante los pasados 40 años, el sistema prianista establecido
actuó y deformó, de inmisericorde manera, las famosas y teorizadas
normas democráticas. Bajo las especificaciones del patrimonialismo
exacerbado se marcaron, con premura, capricho y contundencia, todas y
cada una de las prácticas políticas y administrativas. Fue, en verdad,
un periodo por demás irregular, por demás celoso de sus soberanas
pretensiones. Sin contemplación alguna para imponer sus formas y métodos
de colonización de todos y cada uno de los ámbitos bajo su decretado
dominio. No hubo nicho laboral alguno, tanto en la creación de
organismos de muy variada tesitura, como de las normas bajo las cuales
se debía operar, que escapara al modo deseado por su altísima voluntad.
No se podía, según sus criterios de poder, dejar pasar la oportunidad
sin moldearlos, con dura terquedad, en su mera intimidad, estructura y
alcances. Los fueron cincelando a su entero uso y disfrute sin enfrentar
reacciones y réplicas de consideración. Para semejante misión
recibieron sabios consejos, apoyos narrativos y aprobaciones de la
cátedra académica o difusiva, formada bajo sus gustos, ideología e
intereses de toda clase y laya. De esta indeclinable manera fueron
integrando las piezas de lo que ahora se tilda como orden establecido.
Uno, de rígida tesitura, que se impuso sobre los mexicanos durante 40
largos, tenebrosos, injustos e ineficientes años.
Y ese es el reciente pasado ante el cual, ahora, se pretende hacer
discreto mutis y negar comparaciones o afinidades. Pero, eso sí, y con
tal respaldo, lanzar los furibundos ataques contra aquellos que
pretendan alterar la ruta marcada. Las mentalidades están por demás
convencidas y estructuradas para asegurar la continuidad de dicho
entramado. Lo entienden como patrón de medida para todo juicio. En ese
modelo, los andenes encajan con sus vagones y van de prisa. Ahí, no hay
lugares disponibles para los distintos. El disenso tiene escaso, muy
escaso lugar y no es permisible introducir cuotas adicionales de
pasajeros o modificar la composición de los cooptados soberanos
organismos. Todo debe respetarse, sin adecuaciones y, menos aún
capturas, de lo anteriormente establecido.
Tres vagones del tren son los indispensables a resguardar. Uno es el
de la economía y su reglamentado crecimiento. Otro es el de la seguridad
y la indispensable e inexistente, estrategia. Una que sea, además, al
gusto de la furibunda, informada, calificada crítica cotidiana. Y, el
tercero es la del respeto a lo que ya se conoce, a las rutas andadas,
los trillados rituales, usufructuados métodos consagrados por el sistema
establecido.
La conducción de la economía actual es, desde las sapientes alcurnias
colonizadas, por demás, cuestionable. No logra despegar el crecimiento,
aseguran con pasmosa ignorancia de las tendencias ya establecidas desde
hace varios años. Apenas se ha evitado la recesión, claman por todos
lados. Con clara visión de corto plazo, no atinan a poner sobre la mesa
las declinantes tendencias, tanto de la inversión (que viene pardeando
desde 2008) como de la formación bruta de capital desde 2012. Son,
precisamente, estos, los indicadores claves para apreciar el presente,
de México y de otras varias partes del mundo. El Presidente y su manera
de enfrentar los problemas, su constante y a veces ríspida, contienda
con críticos y oponentes tiene, según la opinocracia, la culpa del bajo
crecimiento. AMLO, concluyen con entusiasmo notable, es un pendenciero
irremediable. Y, al aplicarle las reglas de la constreñida democracia,
ahora tan empleada, se olvidan de las otras vertientes de este complejo
sistema. Esas, en verdad cruciales, que pretenden garantizar la igualdad
en los accesos a los bienes públicos y la riqueza.
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