En la plaza principal de
Bustamante, Nuevo León, se erigía un busto de Benito Juárez. Un día
desapareció y en su lugar fue colocada la figura del arcángel San
Miguel. El responsable de la maniobra había sido el gobierno panista del
municipio en connivencia con el del empresario Fernando Canales
Clariond.
Era esa una historia que se repetía, y que se repite hasta nuestros
días. En los años sesenta, un busto de gran tamaño del mismo Juárez,
localizado en la avenida Dorsal de Monterrey, fue manchado con pintura.
Lo mismo han hecho con una imagen del Presidente que ha hecho de Benito
Juárez su héroe tutelar. Para darle mayor difusión, ese acto lumpen (y
otros semejantes de vandalismo) fue realizado en la biblioteca pública
de Macuspana, el lugar de origen de Andrés Manuel López Obrador.
Es increíble que una sociedad producto de un mestizaje en el que
intervino una cultura con miles de siglos de antigüedad –y a cuyos
descendientes se les identifica como indios– haya resultado tan racista.
Los actos vandálicos y las fobias irracionales tienen que ver con esta
actitud. Un segmento interesado en el poder manipula y paga con sobras a
los vándalos víctimas de un catecismo oscurantista para el cual no hubo
contrapesos culturales en su biografía.
El desprecio, la devaluación de todo aquello que pueda ser
identificado con la condición de indio (este equívoco geográfico
convertido en equívoco étnico) ha dado lugar en América a una monumental
estulticia colectiva. Naco, una de sus actualizaciones, es acaso
apócope de totonaco, como decía Carlos Monsiváis. Pero la Real Academia
Española recoge el término como lo que socialmente significa entre
nosotros:
naco significa indio (de los pueblos indígenas). Su uso es, sin duda, peyorativo, etnofóbico y clasista.
Quien ha defendido a los indios ha sido objeto de escarnio o castigo.
Ignacio Ramírez, el gran reformador, escribió un artículo en Témis y Deucalión, periódico que fundó y dirigió. Lo tituló
A los Yndios. Decía: “Vuestros enemigos os quitan vuestras tierras, os compran á vil precio vuestras cosechas, os escasean el agua aun para apagar vuestra sed, os obligan a cuidar como soldados sus fincas, os pagan con vales, os maltratan, os enseñan mil errores, os confiesan y casan por dinero, y os sujetan á obrar por leyes que no conocéis…” Ramírez fue hecho preso por órdenes de Mariano Riva Palacio, gobernador del estado de México. Los cargos: delito de imprenta y llamado a la sedición. Fue hace casi 170 años, pero pareciera que tuvo lugar hace una semana.
En Bolivia, un golpe de Estado obligó a Evo Morales, su presidente, a
renunciar y exiliarse en México. En un gesto solidario, el gobierno que
encabeza Andrés Manuel López Obrador lo ha recibido con la dignidad que
merece un estadista. Los racistas y discriminadores de este país
pretenden hacer ver que ese gesto, apegado a nuestras mejores
tradiciones de política exterior, es un error. El error está en su
mezquindad, en la fobia hacia un hombre que sacó a su país de la pobreza
en que lo habían mantenido los gobiernos anteriores, y a los indios
permitió dejar atrás su miseria lacerante. Pero no le perdonan el color
de su piel.
Si algo hay incivil y tonto eso es querer identificarse con lo que no se es y con lo que no se puede llegar a ser.
Los blancos europeos o de origen europeo no olvidan el discurso de
Evo Morales ante los jefes de Estado de la Comunidad Europea en el que
hace una crítica tan sutil como sagital del saqueo efectuado por los
europeos durante la colonia. En ese discurso (un verdadero documento de
época) les hace saber que él no consideraría tal saqueo sino como un
préstamo amigable de América: el de los 185 mil kilos de oro y 16
millones de kilos de plata que se llevaron a Europa para dilapidarlos en
guerras y eventos vacuos. Tal préstamo, calculado a un interés módico
de 10 por ciento acumulado a lo largo de 300 años equivaldría ahora a
una cifra de más de 300 ceros. Y si el cálculo fuera hecho en kilos,
ello equivaldría a un peso mayor al de la Tierra. Nos deben demasiado,
sin considerar el pago por daños y perjuicios. Ningún estadista de
América –no tenemos muchos– ha enjuiciado con mayor precisión a Europa.
Ese discurso pasará a la historia como la carta que el jefe Seattle
de la tribu squamish le envió a Franklin Pierce, presidente de Estados
Unidos, en el que le señala que la tierra que les expropian los nuevos
habitantes de América a quienes han vivido en ella durante siglos, y que
por ello la veneran y respetan, no debe ser tratada como mercancía.
Si no por otra razón, el presidente Evo Morales pasará a la historia
en virtud de ese valioso documento. Ya podrán morirse de rabia las
mentalidades mostrencas. No lo podrán borrar de la memoria de la
humanidad libre y libertaria, no sólo de América.
Nunca supuse que un cuento que escribí pudiera llegar a cobrar –en
maldita la hora– la actualidad que los hechos nos muestran. Se titula No quiero saber más de indios y narra la presencia fantasmagórica de las tribus de indios aniquiladas por blancos y mestizos de Estados Unidos y de México.
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