El pasado jueves 5 de marzo,
miles de jóvenes estudiantes poblanos salieron a las calles para exigir
justicia, seguridad y paz en el estado de Puebla, ante la ola de
violencia que se vive en el país y que hace de cada año que transcurre
el peor respecto de los precedentes. La muerte de cuatro jóvenes convocó
a todos los estudiantes de la zona conurbada a movilizarse ante el
hartazgo por la violencia que recrudece especialmente, aunque no
exclusivamente, en la ciudad y que cada vez se visibiliza más en los
entornos educativos y universitarios. Aunado a ello, las movilizaciones
feministas del pasado domingo y el paro nacional del lunes, han detonado
en México una efervescencia que se hace sentir en todas las calles, y
ha estremecido a toda la sociedad a partir de las diversas exigencias
expresadas tanto en los gritos como en el silencio de la ausencia.
Las actuales juventudes en movimiento sin duda evocan recuerdos de
movilizaciones históricas anteriores, y traen al debate político y
académico el recurrente cuestionamiento sobre la trascendencia de los
mismos. ¿Estamos ante una oportunidad histórica en la lucha por una
sociedad justa y en la defensa de los derechos humanos?
Para responder esa pregunta habría que detenernos primero brevemente a
repasar los movimientos anteriores y su impacto. Sin duda, el que abrió
la brecha de las movilizaciones en la vida reciente de nuestro país fue
el 68. Fueron las desfavorables condiciones políticas y educativas del
momento las que alentaron, quizá, el movimiento social más numeroso en
la historia moderna de México, y sus impactos, si bien no fueron
percibidos de manera inmediata en la estructura institucional del país,
hoy son indudables.
Elementos como la pluralidad partidista, y la libertad de expresión
de la ciudadanía y de los medios, hoy nos resulta evidente que son fruto
de las movilizaciones del 68. El multitudinario movimiento popular (no
sólo estudiantil) abrió paso a los movimientos campesinos de los setenta
y las movilizaciones político-partidistas que llevaron a Cuauhtémoc
Cárdenas al borde del triunfo y que a la postre condujeron a la
constitución y desarrollo del INE, que fue un factor clave para hacer
posible la alternancia política en el presente milenio.
El movimiento YoSoy132 y las movilizaciones por los 43 normalistas
desaparecidos de Ayotzinapa han sido también referentes recientes de
procesos de movilización trascendentales en nuestro país, cuyos frutos
han redundado en la construcción o reforma de esquemas institucionales
para la atención a problemáticas crecientes como la desaparición o la
censura y la manipulación de los medios de información; entre otras
vulneraciones a derechos humanos que son componentes importantes de la
actual crisis que vivimos en nuestro país.
Es así como ahora –en una entidad que ocupa la quinta posición en
desapariciones, la segunda en desaparición de mujeres y niños, y la
primera en linchamientos; cuya capital ocupa el noveno lugar en
feminicidios y es la primera en cuanto a percepción de inseguridad a
escala nacional– las y los jóvenes se han articulado para alzar la voz
contra estructuras e instituciones que no han logrado responder a las
exigencias de seguridad; así como contra una cultura androcéntrica que
se aferra a los privilegios de la masculinidad hegemónica.
Y, en todo México, una semana bastó para que estudiantes y feministas
cimbraran el espacio público cuestionando privilegios, instituciones, y
transiciones políticas. Una semana bastó para que la esperanza de
muchas y muchos confluyera en estos movimientos percibidos como
posibilitadores reales de cambios en Puebla y en el país.
El feminismo, movimiento cada vez más numeroso, ha sabido colocar
temas incómodos en la agenda pública, en los medios de comunicación, y
en las conversaciones cotidianas; ha logrado visibilizar la profunda
desigualdad, la impunidad, y la urgencia de trabajar la violencia a
nivel colectivo y personal; logro que ha convocado cada vez a más
mujeres y jóvenes al movimiento. Así también el movimiento estudiantil
tendrá que ir vehiculando, poco a poco, desde una perspectiva
gradualista, no sólo la exigencia de cambios estructurales en las
instituciones que procuran la seguridad y justicia; sino también
propiciar la toma de conciencia ciudadana para el cuestionamiento de las
relaciones sociales actuales sustentadas en patrones propios de un
modelo hegemónico que incentivan la desigualdad económica, pero también
social, política y de género, lo cual es la raíz fundamental de la
comprensión de la violencia como problema estructural.
Estudiantes y feministas nos interpelan hoy a reflexionar la
violencia desde sus motivaciones estructurales y culturales, y ambos han
convocado a miles de jóvenes en el estado de Puebla y en el país entero
a tomar las calles, evidenciando el estado calamitoso de una
institucionalidad pública que en los pasados 13 años no ha podido
contener la violencia, sino que, peor aún, ha hecho posible que hoy
vivamos episodios de creciente crueldad.
El gran reto del movimiento estudiantil ocurrido la semana anterior
es producir las condiciones organizativas internas que fertilicen y den
continuidad a las exigencias manifestadas y que establezcan las
condiciones de posibilidad para la fortaleza y legitimidad de las
movilizaciones que se puedan convocar en el futuro. Hoy México padece
problemáticas estructurales tan profundas y complejas que hacen ingenuo
pensar en soluciones fáciles e inmediatas; es a las generaciones de
mujeres y hombres jóvenes a quienes les tocará la construcción de
alternativas de cambio y, ojalá, gozar de sus frutos. Al resto, nos toca
como parte de la sociedad, agradecer su valor y generosidad para
enmendar el mundo roto que han recibido, dejarnos interpelar por su
agenda y sumarnos al diálogo y la acción colectiva que hoy urgen para
hacer posible un México más seguro, por lo menos.
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