Carlos Martínez García
Los sonidos de la furia y el
silencio retumbaron por todo el país. Las movilizaciones de las mujeres
demuestran tanto el hartazgo contra la violencia que las oprime como su
decisión de transformar drásticamente la estructura social y cultural
que sistemáticamente las pone en peligro.
Las multitudinarias marchas dominicales que tuvieron lugar por todo
el país conjuntaron mujeres de muy distintas edades, condiciones
económicas, sociales, religiosas y escolares. Porque todas ellas
enfrentan cotidianamente agresiones simbólicas y físicas que las unen en
el clamor contra el entorno que las hostiliza. Un entorno
meticulosamente construido para favorecer el predominio masculino y
sobajar a la población femenina. El domingo salieron a las calles y
plazas para gritar su deseperación, para con estridencia hacerse oír y
rubricar un hito en las movilizaciones que marcan fin de época e inician
otra. El machismo, fuertemente arraigado estructural y culturalmente,
inició una cuenta regresiva por la demostración de las mujeres que
atiborraron arterias de las ciudades mexicanas.
Los interminables contingentes femeninos dieron portazo a las
explicaciones conspiracionistas de todo tipo. Hubo quienes, sin
sonrojarse, afirmaron que detrás de las protestas había financiamiento
extranjero y/o nacional. También, que todo estaba armado por interesados
en debilitar políticamente al gobierno. Ni el supuesto financiamiento,
ni los interesados en acarrear beneficios políticos para su causa,
tienen el poder de convocatoria para concitar movilizaciones masivas
como las que abarrotaron las calles. El conspiracionismo de distinto
perfil es ofensivo porque sigue perpetrando un discurso que tiene a las
mujeres en capitis deminutio, en incapacidad permanente para
por ellas mismas tomar el rumbo que deseen dar a sus vidas. Desde la
óptica conspiracionista, las mujeres movilizadas son mentalmente menores
de edad y requieren ser auxiliadas por los que sí tiene luces para ver
los hilos que las controlan y manipulan.
Las reivindicaciones por las que claman las mujeres son de distinto
tipo. Un sector es feminista de larga data, o herederas de luchas por
derechos que les han sido negados y buscan hacerlos vigentes en las
leyes e instancias judiciales. Otra parte es la conformada por las más
jóvenes que todos los días experimentan las desventajas sistémicas que
les dificultan el desarrollo personal. Unas más, miles, perdieron
terriblemente a una hija o pariente y se han topado con el páramo que
acalla sus desesperados gritos. Pero todas ellas tienen un denominador
común: la violencia que las acecha y se cierne sobre ellas en cualquier
lugar, a toda hora y la impunidad de los agresores. Impunidad que
multiplica la repetición de los ataques.
Si los clamores del domingo fueron estruendosos, no lo fue menos la
ausencia de millones de mujeres de los lugares de trabajo, escuelas,
centros de diversiones, calles, parques y otros espacios por los que se
mueven todos los días. Su ausencia logró evidenciar dramáticamente lo
esencial de su presencia. Sin estar, estuvieron más presentes que nunca.
Se hicieron más visibles, a pesar de que no fueron vistas en los
lugares donde están cotidianamente.
¿Y ahora, como socidad, qué sigue? Es impostergable el cambio para
construir un entorno social, cultural, judicial, económico e incluso
religioso que no sea amenazante para las legítimas aspiraciones de las
mujeres a vivir en un entorno libre de violencia sistémica. En esta
tarea es necesario el cambio de paradigmas mentales que edifiquen un
entramado distinto al que han padecido las mujeres mexicanas. Las ideas
visualizan nuevos horizontes, pero por sí mismas no transforman el
entorno; hace falta institucionalizar el nuevo orden mental en las
instancias del Estado y la sociedad civil. Al mismo tiempo, si bien las
ideas emancipatorias pueden ir sedimentando el terreno social y
cultural, hay reformas normativas y la consecuente práctica eficaz de
ellas que contribuyen a cambiar conductas lesivas y a crear nuevo piso
cívico, ya sea por convicción o mediante la constatación a que llegan
los agresores de que sus acciones difícilmente quedarán impunes.
La estrujante y conmovedora movilización del domingo en la Ciudad de
México es, estoy convencido, esperanzadora. Anunció que el atroz
invierno machista debe quedar definitivamente atrás. Fue el vislumbre de
la primavera. Un color de camiseta que vistieron miles de mujeres, el
morado, se confundió con las jacarandas que comienzan a renacer en las
calles de la urbe. Una imagen, a la vez, de protesta vivificante y
poética. Las coloridas jacarandas fueron el marco por el que transitaron
niñas, adolescentes, madres, abuelas contra el entorno opresivo que
busca imponer el machismo monocromático. Las jacarandas han florecido, y
con ellas la primavera que anuncia nueva vida. A las flores les abrió
paso el caminar de las mujeres que hizo retemblar en sus centros la
tierra.
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