María Teresa Preigo
Hablemos
de machismos, esas agresiones o violencias cotidianas tan
naturalizadas, tan socialmente aceptadas. Las que nos limitan. Nos
descalifican. Están hechas para mantenernos en ese reducido lugar que
nos "corresponde". Comienza desde la infancia el aprendisaje de los
mandatos. Cómo ser niña y niño. Cómo ser hombre o mujer. Qué está bien,
qué está mal, según el sexo. Salirse de la norma provoca respuestas que
van desde el enojo, hasta la violencia. El célebre "calladita te ves más bonita", es el repetido botón que tomamos como muestra. El lenguaje discriminatorio ha sido un arma contra la libertad de las mujeres,
una manera de llamar a la subordinación a través de una amenaza
disimulada o explícita: si no obedeces, si no te pliegas, si no
entiendes que naciste con un destino casi escrito, acuñado en la
docilidad y la repetición, "te vas a quedar sola".
La creación de ese "cercado invisible" del que habla Pierre Bourdieu en "La dominación masculina",
es meticulosa. La amenaza es muy ruda para una niña, para una
adolescente: si te rebelas ante lo que se espera de ti, "no eres
femenina", "no eres digna", "serás excluida". Conocemos la escalada en
las amenazas, con detalles. Hasta llegar a esa palabra que en mi
adolescencia nos dejaba inmóviles y mudas y que sigue funcionando como
una cimitarra: "van a pensar que eres una puta", o de plano lo eres. Esa
palabra tan misteriosa, significa que has perdido todo valor como
persona, dado que el "valor" social de las mujeres ha estado concentrado, sobre todo, en lo que hacen o se supone que hacen, o deberían de hacer con su sexualidad. Y a las "putas", nadie las quiere, nos decían, nos dicen. ¿Quién quiere que no la quieran? ¿Quién quiere quedarse sola?
Los mensajes los transmiten hombres y mujeres.
Con insistencia. Con ese autoritarismo propio a las sociedades
patriarcales. Repetitivas y dogmáticas. La feminidad asociada a la
auto-negación y a la renuncia. ¿En aras de qué? De ser aceptada. Qué
contrasentido, ¿no es cierto? "Adquieres valor, donde te niegas".
"Adquieres valor, cuando te sometes". Afirmarse sería una característica
"masculina". Cantidades de mujeres repiten las
palabras y los actos de los micromachismos, están allí en el más
cotidiano de los usos, saltan a la menor provocación, o porque no se dan
cuenta de lo que significan, o porque a pesar de darse cuenta, oponerse
a esos mandatos les parecería demasiado desafiante. Aventurado.
Riesgoso.
Sienten que se pondrían en peligro. También los repiten
-en los peores casos- como si no fuera justo vivir cargando cadenas, y
no legarlas. La antítesis de ese hermosísimo cartel que llevan muchas mujeres
mayores en las marchas feministas: "lo que no fue para mí, que sea para
ustedes". ¿Por qué una actuaría contra sus propios deseos, anhelos,
intereses, contra su propia seguridad? Bourdieu escribe en "La dominación masculina": "Siempre he visto en la dominación masculina,
y en la manera como se ha impuesto y soportado, el mejor ejemplo de
aquella sumisión paradójica, consecuencia de lo que llamo la violencia simbólica, violencia
amortiguada, insensible, e invisible para sus propias vi´ctimas, que se
ejerce esencialmente a trave´s de los caminos puramente simbo´licos...
ejercida en nombre de un principio simbo´lico conocido y admitido tanto
por el dominador como por el dominado...".
¿Cómo se desarticula esa violencia "soterrada"? Hay ejemplos que son bastante comunes: el chiste misógino
irrumpe en la fiesta y casi todas y todos se ríen. Si una mujer señala
que le parece agresivo, descalificador, humillante, inmediatamente es
tachada de carecer de sentido del humor, hacer problema de lo que sea,
no saber divertirse. Queda excluida de la fiesta. El mal rato no fue el chiste misógino y la violencia que contiene, sino que ella nombrara esa violencia.
Tenemos que nombrarla. Señalarla cada vez. Salirnos de ella. No ser sus
cómplices. La misoginia disfrazada, trae consigo las cadenas. Quizá
pocas veces he vivido la violencia simbólica con tanta
claridad, como en una noche en el zócalo lleno, cuando un cantante
irrumpió con una canción que se llama "Mátala", ni más ni menos. No lo
callaron, no lo abuchearon. En el zócalo retumbaba ese: "consigue una
pistola si es que quieres, o cómprate una daga si prefieres, y vuélvete
asesino de mujeres". Hombres y mujeres cantaban. Sí, ellas también. Se sabían la letra de memoria.
Por
qué, ¿qué creen? junto al insistente: "¡Mátalas!" Se hablaba de amor,
de ternura, de hartos besos. "¡Asfíxiala!" Con tanta frecuencia el
feminicida recurre al estrangulamiento. Aquello era horrible de
escuchar. Como si las palabras no significaran nada. Como si en este
país no sucediera nada. Es durísimo observar que en un país con los
niveles de violencia contra las mujeres,
como el nuestro, se permita cantar una letra semejante. Coreada y
aplaudida. Y es durísimo pensar que justo en los países, en las culturas
en las que los niveles de feminicidio son muy bajos, a nadie jamás se
le ocurriría cantar algo así. Y si lo intentara, no duraría dos minutos
en el escenario. ¿Cómo podríamos negar el vínculo entre la escandalosa
permisividad ante la violencia simbólica y la violencia
más descarnada? Recordé aquel violentísimo "Matarile al maricón",
"matarile al maricón", que cantaban en las discotecas y en las fiestas
dando de brincos y agitando los puños en alto. Tampoco significaba nada.
¿Por qué soportamos lo insoportable? ¿Por qué toleramos lo intolerable?
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