Luis Hernández Navarro
El grupo de acción
directa destruye vidrieras y escaleras mecánicas del Starbucks de
avenida Juárez, en el centro de la Ciudad de México. Bien organizadas,
sus integrantes, vestidas de negro y con el rostro cubierto, armadas con
martillos de tapicería y varillas, actúan con rapidez. En una de las
columnas exteriores del edificio, con pintura en aerosol, escriben:
Destruye la propiedad privada.
A escasos metros de la cafetería atacada, el río humano avanza
coreando sus consignas. No se detiene. Ese caudal está integrado en su
mayoría por mujeres jóvenes. Ante los destrozos, unas gritan:
No más violencia! ¡No más violencia!Otras les responden:
¡Fuimos todas! ¡Fuimos todas!
La escena se repite una y otra vez a lo largo de las avenidas Juárez,
Cinco de Mayo y el Zócalo. Con extraordinaria habilidad, las morras
derriban las mamparas que resguardan negocios y monumentos públicos. En
unos cuantos puntos, lanzan cocteles molotov. En largos tramos las
policías actúan con mesura, contienen y se repliegan. Aguantan incluso
que pinten en sus escudos símbolos de mujeres y del anarquismo de
colores rosa y violeta. En otros, tratan de dispersar a las colectivas echando mano de extintores y gases.
Los grupos de acción directa actúan descentralizadamente. Imposible
saber si están coordinados. Son numerosos. Las jóvenes que los forman se
desplazan con rapidez por los flancos de la manifestación, protegidas
por la multitud, aunque a veces encaradas por otras mujeres. Su mensaje
es potente:
Los muros se despintan; las muertas no regresan.
Sin embargo, más allá de lo llamativo o alarmante de esta violencia
sobre las propiedades (especialmente bancos y empresas trasnacionales),
de la intervención de edificios públicos y monumentos con pintadas, de
la volcadura de una camioneta en el Zócalo o del intento de prender
fuego a la puerta Mariana de Palacio Nacional, lo relevante de la
manifestación del 8 de marzo en la Ciudad de México no son los
operativos de acción directa.
Lo sobresaliente es la masiva toma de las calles por decenas
de miles de mujeres, ataviadas en su mayoría con paliacates verdes y
blusas moradas (que, desde las alturas se confunden con las jacarandas
en flor), para denunciar la violencia de género, la inseguridad en la
que viven por el solo hecho de ser mujeres y reivindicar el derecho a
decidir sobre su cuerpo. Tres acciones resaltan de las más de seis horas
de la jornada de lucha.
Primera, el ejercicio de memoria contra el olvido de parte de madres y
familiares de desaparecidas y asesinadas hacia sus descendientes,
condensado en el mitin frente a la antimonumenta contra el
feminicidio, colocada hace un año frente al Palacio de Bellas Artes,
para recordar que en México la justicia sigue ausente.
Sobre avenida Juárez, en una escena llena de emotividad, las madres
de las víctimas, que van en la vanguardia de la marcha, se detienen
frente a la enorme escultura morada y rosa. Con voz entrecortada y
dolida, entre lágrimas y puños en alto, refrendan el amor que sienten
por las hijas que la violencia de género les ha arrebatado y denuncian
que la antimonumenta no tendría que existir, porque no deberían cometerse feminicidios y desapariciones.
Segunda, la rabia e impotencia con que multitud de mujeres jóvenes,
con el rostro descubierto, golpea a puño limpio los cercados de láminas
de metal levantados para proteger monumentos y edificios públicos. No
les importa dañarse con tal de expresar su furia.
Y la tercera, después romper con mazos los candados del asta del
Zócalo, izar una bandera negra para recordar los feminicidios. Acción de
desafío que, en el pasado, en otras modalidades, sirvió para legitimar
la represión estatal contra movimientos pero que ahora no tiene
consecuencias mayores.
Difícil saber cuál es la consigna más entonada. Si
Ni una más, ni una asesinada máso
La que no brinque es machoo
Somos malas, podemos ser peoreso, la tomada como préstamo de las marchas de izquierda,
Alerta, alerta que camina, la lucha feminista, en América Latina.
Más que grandes mantas rotuladas o carteles impresos, dominan los letreros escritos a mano en cartulinas o cartones.
Somos el corazón de las que ya no laten, reza uno.
Nos enseñan a ser rivales. Decidimos ser hermanas, se apunta en otro.
Nuestra lucha es por nuestras vidas, anuncia uno más.
Si en algún momento la derecha pretendió capitalizar políticamente la
marcha, el resultado final es el opuesto. La movilización es una gran
jornada de iniciación ciudadana, a la que asisten multitud de muchachas
que toman las calles por primera vez en su vida. No fueron
convocadas ni por partidos políticos ni por organizaciones gremiales ni
por medios de comunicación electrónicos, sino por otras mujeres.
Durante años, el feminismo en México asumió principalmente la forma
asociativa de ONG. Sin embargo, este 8 de marzo queda claro que el
movimiento se está desoenegizando. Las actuales protestas desbordan esta forma de organización, sustituyéndola por un archipiélago de grupos de afinidad.
La protesta del 8 de marzo es la más numerosa en la historia del
feminismo mexicano. Pero su importancia va más allá de la cifra de sus
asistentes. Como resumió Paula Mónaco:
Miles y miles que hoy estuvimos en la calle sabemos que fue una tarde maravillosa, masiva, fuerte, diversa, fuerte. Una de esas marchas que marcan los tiempos.
Twitter: @lhan55
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