Editorial La Jornada
El desplome de los precios del
petróleo y de los índices bursátiles a escala global, así como el
pesimismo generalizado respecto del futuro de la economía a corto plazo,
muestran que la epidemia del coronavirus ya es responsable de un
desorden socioeconómico de gran magnitud cuya duración aún no se puede
prever. Con excepción de Italia, donde desde el fin de semana existe un
alarmante repunte en las cifras de enfermos y fallecidos, la mayor parte
de dicho desorden no puede achacarse en primera instancia al número de
personas contagiadas o en riesgo de infectarse.
En cambio, las causas deben buscarse en las medidas de control
tomadas para frenar la propagación del patógeno, cuyo efecto se ve
multiplicado por el pánico de amplios sectores sociales, ante la
enfermedad que se detectó por primera vez a finales de diciembre pasado
en la ciudad china de Wuhan.
Es cierto que algunas medidas dispuestas por los estados resultan
draconianas, por su dureza, y además tienen inevitables efectos adversos
en el comportamiento económico, los cuales pueden llegar a ser
catastróficos si las disposiciones para mantener bajo control la
epidemia se prolongan más allá de unas pocas semanas. Sin embargo, es
igual de claro que proceder así se vuelve necesario cuando se sabe que
enfrentar una epidemia fuera de control sería mucho más caro, que
causaría el colapso de los sistemas de salud de muchos países, y que
persisten importantes incógnitas acerca del comportamiento a largo plazo
del Covid-19 (si bien se cuenta con sólidas señales de que su alta
morbilidad no se acompaña de una mortalidad comparable, así como de que
ésta se circunscribe a ciertos grupos vulnerables: personas de la
tercera edad, y pacientes de males cardiovasculares, diabetes,
enfermedades respiratorias o hipertensión).
Entre las medidas mencionadas con un impacto innegable sobre la vida
cotidiana de millones de personas se encuentra la cancelación de todo
tipo de actividades, desde los cursos escolares (al menos 300 millones
de alumnos en 13 países se encontraban sin clases el 5 de marzo) hasta
los encuentros deportivos que suponen una enorme derrama económica, como
los partidos de las ligas europeas de futbol, pasando por viajes con
todo propósito, festividades regionales e incluso las campañas rumbo a
las elecciones presidenciales en Estados Unidos.
Si a todo ello se suman los arranques de pánico del tipo del ocurrido
en España, donde los consumidores vaciaron las tiendas con el fin de
proveerse para una cuarentena duradera que aún nadie sabe si habrá de
ocurrir, el descalabro de la normalidad se vuelve absoluto. El problema
de seguir estos impulsos, que podrían calificarse de apocalípticos,
reside en que implementar una cuarentena mundial resulta en todo punto
inviable, además de ser contraproducente en términos de la lucha
efectiva contra la propagación del Covid-19. Lo que sí cabe es adoptar o
reforzar opciones como el teletrabajo, con la cual las personas pueden
mantener un nivel de actividad que las prevenga de caer en la
desesperación, mientras de paso se contribuye a una mejoría temporal de
la movilidad y la calidad del aire en las grandes ciudades.
En lo que toca a México, hasta ahora la epidemia parece estar bajo
control, con un número muy limitado de casos, ninguno de contagio local,
y sin decesos que lamentar.
Con todo, parece en extremo difícil que esta situación se mantenga de
manera indefinida; lo más probable es que el virus se extienda en el
territorio nacional como lo ha hecho en gran parte del mundo. Ante ello,
sólo puede esperarse que se expanda de forma moderada y la población no
se deje contagiar por el pánico, un mal cuya única cura es la
información. Ello no implica indolencia, sino permanecer atentos a las
indicaciones de las autoridades de salud, estar al tanto de los informes
científicos acerca de la naturaleza y la propagación de la enfermedad,
evitar las compras de pánico y, en suma, protegerse y afectar lo menos
posible la vida cotidiana.
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