Luis Linares Zapata
La multitudinaria marcha del
domingo pasado y la notoria ausencia de mujeres en sus trabajos
cotidianos y las calles de varias ciudades fue un audible golpe
civilizatorio. La andanada de protestas ha sido ruda muestra de la
intransigencia que bulle en cada una de las manifestantes y huelguistas.
¡No más atropellos, basta de discriminación, vejaciones y miedo, no más
muertas! La energía que derrama la protesta bien puede situarse a la
altura de la épica de otros tiempos y por otras causas de opresión:
derecho a votar y ser votada que, durante décadas, movilizó a millones
de ellas. Tal y como fueron, también y en siglos idos, la lucha por su
acceso a la educación, bien puede decirse con justa apreciación que
estas rebeldías surgen desde lo más profundo de la historia humana.
Basta revisar la actual situación de las mujeres desde la perspectiva de
las distintas religiones para aquilatar el fondo del problema
existente. En cada una de ellas, las condiciones reservadas al género
femenino dista mucho de ser equitativo y justo.
La enseñanza que se recibe en todo el mundo deja que desear y ellas
lo están aireando con toda la fuerza de un cambio de fondo indetenible.
La numeralia que se ha desatado no deja dudas de la injusta distribución
por géneros. Son ellas las que más trabajan, las menos pagadas por
igual desempeño, las menos aceptadas en los círculos decisorios, las que
tienen que superar más barreras para allegarse lo necesario para una
vida digna. Esta problemática ha sido suficientemente explorada. Las
armas argumentativas para sostener posiciones y llegar a la base de una
cuestión que es la de este tiempo. Por lo visto (8M) y oído (9M), ya se
tiene la capacidad de orientar acciones para dar salidas asequibles a
los muchos reclamos. Las discusiones no pueden ni deben alargarse y,
menos, caer bajo tutelas partidarias. Las diversas sociedades tienen el
deber y la urgencia de responder al llamado y canalizar tan beligerantes
actitudes. El feminismo actual exige, por derecho propio, ser escuchado
y respetado. Basta de etiquetas de conservadores y anarquistas, basta
de chistes degradantes y conductas perversas para espiarlas, para
humillarlas, para insultarlas. Y, mucho menos, para matarlas.
Las mujeres no son propiedad de nadie sino de ellas mismas. La
esclavitud, muy a pesar de haber sido abolida hace siglos, mantiene
remanentes que todavía les causan daños irreparables. Habrá que luchar,
junto a ellas, para aligerar esa carga tan inhumana que llevan. Quien
persista en prácticas de señorío medieval y actúe como capataz por
derecho heredado o divino, tiene que ser detenido, estigmatizado,
llevado ante la justicia y castigado. La autoridad constituida no puede
quedar al margen de la insoportable injusticia que muchas, casi todas
las mujeres, aún padecen dentro de las sociedades. Llegó el momento del
quiebre de la normalidad. Llegó el punto de inflexión con su carga
transformadora.
En México se han acumulado grandes pasivos al respecto. Es un país, a
escala mundial, con las mayores deudas al respecto. Son miles las que
mueren a manos de los que se sienten sus dueños. Pequeños hombres
insensatos, incapaces de respetar a sus parejas. Cobardes que no puede
despojarse de su inferioridad frente a la que disiente y rechaza
cualquier afán posesivo. Penetrar, sin sujeciones prácticas, económicas,
partidistas o políticas en lo que han puesto en evidencia pública las
mujeres, es indispensable. Máxime para aquellos que han hecho de la
lucha transformadora su motivación básica. No sólo se está a salvo de
tal cuestión por el hecho, reconocible, de buscar la paridad en sus
diferentes modalidades: de cargos públicos, candidaturas, oportunidades
de desarrollo, titularidad de programas sociales y conducción de los
mismos, tal y como sucede hoy en día en este gobierno mayoritario y
legítimo. Hace falta ir a las entrañas del reclamo y enfrentarlo sin
titubeos y con imaginación. Lo que se tiene delante viene cimentado,
arraigado en las honduras de la historia, en lo que se llama cultura
secular: el feroz patriarcado. Un fenómeno con miles de formas
subyugantes y sutilezas despreciativas para las mujeres. Hay que diseñar
una forma institucional que lo tenga en la mira, lo estudie, analice,
persiga y descubra en cada uno de los hombres que lo han usado en su
beneficio o en sus muchos vicios e incapacidades hasta llevarlo a lo
imposible.
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