Editorial La Jornada
Durante la ceremonia de integración
del grupo legislativo de amistad entre México y Estados Unidos en la
Cámara de Diputados, el embajador estadunidense, Christopher Landau,
sostuvo que a ninguno de los dos países les conviene
tener fronteras completamente abiertas; algo que, dijo, se ha confirmado con la emergencia mundial por el Covid-19. El representante de Washington también hizo referencia a la importancia de controlar las fronteras debido a las problemáticas del tráfico de estupefacientes hacia el norte y de armas hacia el sur, así como a la cuestión migratoria.
Lo dicho por Landau, pese a su tono conciliador, es una confirmación
de lo que el presidente Donald Trump ha anunciado desde la campaña
electoral que lo llevó al poder en 2016: el recrudecimiento de las
tendencias aislacionistas que recorren la historia de Estados Unidos. Si
en dicha campaña y en declaraciones posteriores del magnate esa
tendencia acusó un lenguaje racista, xenofóbico y paranoico que
cristalizó en el llamado a construir un muro infranqueable entre ambas
naciones, lo cierto es que el deseo de amplios sectores de la población
estadunidense de vivir de espaldas al mundo no se inició con la era
Trump ni habrá de desvanecerse cuando ésta haya terminado.
En efecto, los intempestivos portazos de Trump a socios y aliados
encarnan, pero no crean, una concepción del mundo que hace un siglo se
manifestaba en la negativa estadunidense a integrarse a la Liga de las
Naciones, pese a que ya para entonces se había constituido como la
primera potencia económica y militar, con una capacidad de arbitraje
mayor a la de cualquier otro Estado.
El hecho de que la epidemia en curso ha reforzado la actitud
aislacionista queda patente de forma inequívoca con la suspensión de los
vuelos entre Estados Unidos y los países europeos que conforman el
espacio Schengen, un brutal golpe económico, político y sicológico cuyas
reverberaciones habrán de sentirse mucho más allá de los 30 días del
cierre decretado por Trump.
Si el inquilino de la Casa Blanca fue capaz de poner al margen todas
las consideraciones económicas, políticas, geoestratégicas y culturales
para tomar una medida unilateral de este calado frente a sus aliados
históricos, es ineludible preguntarse qué podría impedirle invocar el
temor al coronavirus (o cualquier otro pretexto) para cerrar la frontera
terrestre o el tráfico aéreo con nuestro país. No se trata de un
extremo meramente hipotético: se sabe que Trump desea dicho cierre desde
su etapa como precandidato y que cuenta con una base electoral que
aplaude e incluso exige la ejecución de ese despropósito; en segunda
instancia, debe recordarse que cuando apenas se sabía de una persona
enferma de Covid-19 en territorio mexicano, Trump expresó que su
gobierno ya analizaba la posibilidad de cerrar la frontera para impedir
la propagación, pese a que entonces su país contaba dos decenas de casos
y un fallecimiento. Por último, la sincronía entre las palabras
pronunciadas ayer por el embajador Landau y el operativo realizado la
noche anterior en la garita fronteriza de San Ysidro, con el objetivo
explícito de entrenar a las fuerzas del orden para contener un eventual
ingreso de personas desde Tijuana, deja poco lugar a dudas acerca de que
nuestro poderoso vecino se apresta a encarar una eventual crisis
bilateral, así sea inducida o prefabricada, mediante una clausura de los
cruces de personas y mercancías.
En el entendido de que, sea cual sea el resultado de los comicios
presidenciales del próximo noviembre, el aislacionismo estadunidense
difícilmente habrá de revertirse en el corto plazo, está claro que
México debe emprender un cambio radical en la visión geoestratégica
adoptada por el Estado en las décadas recientes; un viraje que ya
comenzó con el gobierno de la Cuarta Transformación, pero que es
necesario profundizar. Esta reorientación implica acostumbrarse a vivir
con la idea de que puede ocurrir una brusca reducción de la presencia
estadunidense en la economía nacional, sea como fuente de inversiones,
como mercado de exportación o como proveedor de bienes y servicios, un
desafío sumamente arduo que quizá no alcance a completarse en lo que
resta del presente sexenio, pero de cuya superación depende la
viabilidad del país en el largo plazo.
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