Yuriria Iturriaga
Nadie se atrevería a negar que la mujer tiene, en la historia de la humanidad, un papel doblemente alimentador: como procreadora en su seno de toda nueva vida y como transformadora de lo comestible en alimento, en el sentido de haber elegido y sometido a ensayos de comestibilidad la infinidad de ingredientes que fue colectando, y más tarde reproduciendo, mediante cría o cultivos, haciéndolos atractivos para los sentidos y provechosos para el cuerpo. Por otra parte, nadie ignora el papel del hombre en la proveeduría de elementos comestibles y útiles para el hábitat, así como en la defensa y resguardo de las comunidades y en su expansión territorial a medida del crecimiento demográfico. Aunque se suele omitir el papel común de ambos sexos en el desarrollo de la tecnología y la organización económica y social donde, originalmente, se cumplía el principio de la supervivencia comunitaria; es decir, donde cada quien aporta-ba según sus posibilidades y cada quien recibía según sus necesidades, de tal modo que fue posible el relevo de generaciones y la pervivencia de la sabiduría acumulada.
Sin embargo, la historia de la humanidad, estudiada e interpretada, por historiadores, claro, pero sobre todo por arqueólogos y antropólogos, como el excepcional francés Maurice Godelier, nos aporta datos sobre el hiato donde se construye socialmente el mito de la oposición y no complementariedad de los sexos. Baste en este espacio evocar los 40 años de estudios que culminan en Los fundamentos de la sociedad humana, donde Godelier muestra cómo la sexualidad es fundamentalmente a-social, generadora de desconfianza y temores masculinos, que finalmente las mujeres adoptan como suyos.
Nosotras, culpables y resistentes a la culpabilidad de padecer la sangre menstrual, de embarazarnos a pesar nuestro, de ser sólo un receptáculo desechable, de producir temor en los hombres que defienden el misterio de la concepción, la gestación y el nacimiento, para no sentirse vacíos de sentido (recordemos que la madre de Dios debe ser virgen, como la madre Tierra antes de que el hombre la pise). Los hombres de todas las épocas crearon una infinidad de explicaciones para igualarse a las mujeres, desde la idea de que el cuerpo femenino sólo es receptáculo del feto, pero éste necesita inyecciones constantes de semen para ser construido su esqueleto y hasta su alma, hasta el ritual del bautismo indispensable para volverse humano No hay espacio aquí para más ejemplos. Bástenos recordar que ancestralmente los hombres han temido a las mujeres, tan capaces de dar la vida como de quitarla, y que nosotras hemos abrazado sus creencias atávicas sintiendo nuestros cuerpos enemigos de doble filo: porque atraen o bien nos degradan e invisibilizan. Pero nadie es totalmente culpable. La culpa nuestra estaría en no estudiar, no pensar, no difundir los malentendidos fabricados a ciencia y paciencia masculinos, de las iglesias y los Estados. Nosotras seremos culpables de no ir construyendo en nuestros hijos una nueva sociedad, informada, culta, humanista, paritaria no sólo en los signos exteriores, sino en las convicciones profundas. Seremos culpables de no hacer una revolución social contra el machismo. Que no es enemiga, al contrario de la revolución que requiere el capitalismo. Ni más ni menos.
yuriria.iturriaga@gmail.com
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