Amanecí con la idea de escribir un artículo titulado La vida trágica de una escritora que no fue. ¡Imagínate,
lector amigo! Semejante título, tan ostentoso, enfático y
grandilocuente, para un contenido tan previsible que no valdría la pena
justificarlo. Y, puesto que además con él pretendería registrar mi
experiencia personal, con toda honestidad admito que me avergonzaría un
poco desarrollarlo. Al calificarla como trágica, no cabría ni siquiera
mencionar la faceta feliz de mi experiencia, ya que parecería que me
vanaglorio, pues consiste en el aplauso que mi logro ha suscitado.
Tendría que limitarme a enunciar lo que compone la faceta oscura de mi
historia, aun cuando al hacerlo pareciera que me menosprecio. De modo
que descarté el título, atractivo como es y aun cuando la sustancia de
los lamentos que lo conformaban, cobijados con su encabezado de
tragedia, siguiera insistiendo en que la enfrentara, y en que lo hiciera
de una vez, titulara como titulara el resultado final. Es lo que
procuraré hacer, pues, por suerte para el registro, aunque no sé si para
mí, pero ya no me importaría, el ánimo de subibaja en el que vivo está
arriba, y tan despejado de tormento que es vigor puro. Estoy contenta, y
si me vieras me verías sonriente, lápiz en mano, escribe y escribe.
Fue providencial que, apenas decidiera abordar precisamente mi,
insisto, apenas parcialmente trágico caso, de forma espontánea recordara
El hombre invisible (1897), la primera y emblemática novela de
Ralph Ellison. Recibir del centro de mi ser esta referencia, tan
acertada para guiarme ante el tema, me dio la suficiente confianza en mí
misma para autorizar mis cavilaciones, ya que es esta precisa confianza
lo que me mantiene dando al día un paso tras otro, el primero y el
siguiente, el siguiente y el siguiente.
Para no divagar respecto del meollo de la novela de Ellison, recurrí a
una enciclopedia de literatura, que me ha acompañado desde 1965, y leí,
eufórica por lo atinado de la referencia, que el protagonista anónimo
es un joven negro que crece con la conciencia en estado puro, o con la
ingenuidad, de saber con tal firmeza que él es quién es, que no duda de
que así será visto por los demás. Sin embargo, tras dos experiencias que
sufre al entrar en contacto con la sociedad, tanto la negra
conservadora como la blanca liberal, le demuestran que él no es visto
sino como a los demás les conviene verlo. Para los negros conservadores,
un peligro que hay que rechazar; para los blancos liberales un símbolo
que hay que utilizar. Y la consecuencia es que él siente que ha perdido
su identidad, y de ahí que sea un hombre invisible.
Aun cuando sobrara advertirlo, diré que, para referir a mi situación personal la síntesis de El hombre invisible, basta concentrarme en el término
pérdida de identidad.
Así, puedo afirmar que, tras 60 años de haber empezado a escribir, y
poder probarlo, y tras 50 años de haber empezado a publicar, y poder
probarlo, hoy día sigo recibiendo comentarios, no sé si indistintamente
mal intencionados, aunque sí sostendría que indistintamente mal
informados, que ponen en duda que el origen de mis escritos y su
realización nazcan auténtica, íntegra y exclusivamente de mí; de mi
propio ser; de mi propia existencia; de mi propia experiencia.
Así, no es descabellado comparar mi situación con la del protagonista
invisible y anónimo de Ellison, que sufre pérdida de identidad. Tal vez
del término
pérdida de identidadyo deba prescindir del sustantivo
pérdiday sustituirlo por
malograda. Me parece que la mía es una identidad malograda. O si esta afirmación refleja menosprecio de mi circunstancia, diré que la mía es una
identidad parcialmente malograda, pues, sin tampoco pretender vanagloriarme al sostenerlo, es verdad que reconozco, aprecio y agradezco los comentarios felices que he recibido, a lo largo de 60 años de escribir y 50 de publicar, bien informados y bien intencionados. Son numerosos. Y lo puedo probar.
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