3/17/2010


Aborto: de la fe a Hitler

Arnoldo Kraus

Los tiempos obligan. ¿En qué creer?: ¿en el azar?, ¿en la ciencia?, ¿en el destino?, ¿en la justicia?, ¿en Dios?, ¿en la maleficencia?, o, ¿acaso no es válido creer en el tenue interludio que separa la nada del escepticismo? Los que creen en Dios tienen resueltos muchos problemas. Primero: la fe no requiere de la razón. Segundo: los fundamentalistas religiosos responden de acuerdo con su nivel de intolerancia. Tercero: cuando algún suceso carece de explicación no es necesario hurgar: Dios sabe los porqués. La fe ciega y la intolerancia son sordas.

Los ateos, en cambio, tienen vidas más complejas: apelar a la razón conlleva muchos sinsabores. Demasiadas circunstancias no son explicadas ni por la ciencia, ni por la las actitudes del ser humano, ni por la sabiduría dedicada a entender los movimientos de la naturaleza (sismos, tsunamis, etcétera). Quienes buscan comprender la vida y explicarse a sí mismos por medio de la razón tienen que admitir, con frecuencia, que son miríada las acciones carentes de lógica; aceptar la imposibilidad de la razón, es, en muchas circunstancias, buena pócima.

El juego entre la razón de unos y la fe de otros es muy complejo. Situaciones límite, como la eutanasia activa, el aborto, la fertilización in vitro o la clonación exponen el divorcio entre la fe como dogma y la razón como guía. Cualquier persona que se precie en meditar situaciones complejas encuentra cada vez más groseras y peligrosas algunas de las actitudes de los grupos antiabortistas. El problema de esas actitudes es su virulencia, su peligrosidad y su alta contagiosidad (el affaire universal de los sacerdotes pederastas no está determinado genéticamente: proviene de actitudes propias de la congregación y de lo que entre ellos se platican y se recomiendan). La conducta reciente de algunos creyentes polacos ejemplifica bien los peligros de la fe.

En Poznan, Polonia, un cartel muestra a Hitler junto a varios fetos cubiertos de sangre. El aborto fue introducido para las mujeres polacas por Hitler el 9 de marzo de 1943, reza la leyenda inscrita. La campaña promovida por Pro, un grupo antiabortista radical, recuerda la política nazi en favor de que las mujeres polacas abortasen. No explica los detalles del dictum hitleriano ni se detiene en reflexionar acerca de la universalidad de tan siniestra política.

El mensaje de los fundamentalistas católicos es claro y peligroso: los crímenes perpetrados por los nazis son similares a la interrupción voluntaria del embarazo. El peligro es enorme. La lectura e interpretación del cartel invita a la violencia: los nazis mataban, los médicos que practican abortos asesinan, ergo: para terminar con el nazismo fue necesario eliminar a los nazis, por lo que, de acuerdo con la filosofía del grupo Pro, matar a los médicos que efectúan abortos es lícito (ignoro cuántos médicos han sido asesinados en el mundo, pero, de cuando en cuando, la prensa da cuenta de esos sucesos). Los ultrafanáticos no requieren muchos permisos para actuar. Basta repasar lo que sucede actualmente en demasiados rincones del mundo.

La fe ciega suele ser pésima consejera. Es suficiente seguir sus dictados, afiliarse a grupos ultras que apoyen ciertas conductas, arroparse por filosofías radicales y actuar. Actuar colocando carteles, descartando (o matando) a quien atente contra los principios Pro o sembrando sinrazón ilimitadamente, como es el caso polaco. La intolerancia como bandera y la fe ciega como forma de vida es la religión de esos grupos.

Los antiabortistas suelen navegar en aguas muy turbulentas y con frecuencia expresan su intolerancia postulando ideas enfermas que pueden devenir todo tipo de violencia. Exponer en las calles de una ciudad la imagen de Hitler con fetos ensangrentados rebasa esa peligrosidad. Igualar la filosofía nazi con el ideario antiabortista es siniestro. ¿Qué sucederá sí algún miembro Pro decide eliminar a un médico que practique abortos? ¿Qué dirá la Iglesia? ¿Callará al igual que lo hizo durante el nazismo?

Los destinos del catolicismo actual

Bernardo Barranco V.

Los numerosos escándalos de pederastia que acosan a la Iglesia católica en diferentes lugares del mundo, como Estados Unidos, Irlanda, Suiza, Holanda, México y Argentina, amenazan su autoridad institucional e incomodan sus inflexibles discursos sobre la moral, las buenas costumbres y el disciplinamiento que el católico debe guardar en materia sexual. El escándalo alemán amenaza no sólo al hermano del Papa, sino que está tocando, al parecer, al propio Benedicto XVI al haber sido permisivo, voluntaria o involuntariamente, en 1977 cuando era arzobispo de Munich. Tenemos en México el caso cercano de Marcial Maciel, cuya patología no sólo alcanza a la orden de los legionarios, sino que también contamina y empaña la imagen del conjunto de la Iglesia mexicana. Lamentablemente las respuestas eclesiásticas no son, socialmente, satisfactorias y pareciera que la Iglesia protege ante todo su casta religiosa; surge entonces el fantasma del naufragio como amenaza, se ensombrece la proclama de salvación que, de manera desafiante, Benedicto XVI extiende a la civilización actual tan globalizada como relativista.

Pareciera que los signos explícitos apuntan a que la Iglesia a escala mundial se ha alejado ya del espíritu del concilio, que en los años sesenta del siglo pasado reivindicaba aggiornare su diálogo con el mundo moderno y, por tanto, ha venido cancelando irremediablemente las rutas reformadoras en la Iglesia. Diferentes vaticanistas diagnostican los síntomas de una Iglesia en fase de atrincheramiento dogmático, envenenada por su propio narcisismo eclesiocéntrico y temerosa de abrirse a la complejidad de la historia y de reconocer en ella valores espirituales (Giancarlo Zízola, Vientos de restauración, 2007). Dicha prescripción sitúa un prejuicio cada vez más extendido de que Ratzinger padece un conservadurismo crónico e incurable. Sin embargo, ¿podemos afirmar que esta tendencia sólo se da en la Iglesia católica?, como respuesta a una modernidad globalizada que exalta la diversidad cultural y matiza, por tanto, los discursos y doctrinas totalizantes. Lo cierto es que resurge como fuerte tentación la reafirmación tradicionalista, es decir, una notoria inclinación por proclamar la identidad católica tradicional y, al mismo tiempo, exaltar esta identidad a nivel político en el ámbito público. Las posturas opuestas se podrían estar debatiendo el futuro cercano, entre un catolicismo relativista o light frente a un catolicismo talibán. Precisamente, el texto de Oliver Roy, La sainte ignorance. Le temps de la religion sans culture (Editions du Seuil, 2008) argumenta que no sólo los católicos pasan por una fase de tradicionalismo, a escala global, Roy destaca el crecimiento explosivo del pentecostalismo, el éxito del salafismo, Tablighi Jamaat y el neosufismo dentro del Islam; el retorno del movimiento Lubavich dentro del judaísmo, así como el surgimiento del Partido Bharatiya Janata en India, el budismo Theravada. En suma, diversas religiones proclaman su identidad tradicional en la esfera de lo público como una característica distintiva de la religión en el siglo XXI. Reconociendo diversidades y diferencias, Roy compara rasgos comunes en estas tendencias; sobresale el malestar y rechazo a la cultura contemporánea; el énfasis en la salvación personal e individualización de la fe, así como ardorosas actitudes antintelectuales.

Hace unas semanas acaba de aparecer un libro de John Allen, destacado vaticanista católico estadunidense, titulado: The Future Church (Random House, 2010), donde afronta aquellas tendencias que están cambiando la vida de la Iglesia. Por ejemplo, al abordar la geopolítica de la Santa Sede, cuya doctrina se forjó en los tiempos de la revolución industrial frente a enemigos ideológicos como el liberalismo y el socialismo, el autor señala que la Iglesia debe afrontar desde la cultura el mundo globalizado y multipolar del siglo XXI, en el cual la mayoría de los polos importantes no son católicos, ni siquiera cristianos. Frente al concilio, el autor opina que la Iglesia está reafirmando oficialmente todo lo que la distingue de la modernidad; sus tradicionales características católicas de pensamiento, discurso y prácticas. Esta política de la identidad es en parte una reacción contra una cultura cada vez más secular e indiferente a la autoridad e institución. Además del envejecimiento de la enseñanza social de la Iglesia, siguiendo a Allen, existe una nueva geografía de la fe, es decir, la dramática disminución numérica de los católicos europeos y la creciente gravitación de los católicos del llamado tercer mundo que asciende a escala global a dos tercios. Esta cifra desproporcionada contrasta con una curia romana que, si bien es cada vez más internacionalizada, sigue siendo dominada por los propios europeos.

Otro libro sobre prospectiva católica. A fines del año pasado, el periodista José Catalán Deus publicó: Después de Ratzinger, ¿qué? Balance de cuatro años de pontificado y los desafíos de su sucesión (Península, 2009). Ahí el autor español afirma que el futuro del catolicismo actual se antoja incierto. Los primeros años de Benedicto XVI, dice, dejan una sensación de crisis creciente en la Iglesia católica. Quizá porque se fracturó el consenso que llevó a Ratzinger al trono de San Pedro. Nunca antes los desacuerdos y disensiones fueron tan sonoros dentro y fuera del Vaticano. Un análisis crítico del pontificado dibuja cómo la Iglesia católica ha pasado de ejercer una posición dominante a estar amenazada y hasta sojuzgada culturalmente, y casi perseguida mediáticamente por su ideología. Este cambio histórico trascendental se ha manifestado con absoluta claridad en los primeros cuatro años del pontificado de Benedicto XVI, aunque venía incubándose durante todo el pontificado anterior. Conclusión sencilla: todos estos textos y reflexiones indican arteriosclerosis múltiple y la necesidad de una nueva gran síntesis cultural entre religión y cultura.

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